lunes, 15 de julio de 2019

"la HUELLA virtual"






OPINION.es





“la HUELLA virtual”




Huella de Edwin E. Aldrin Jr. en suelo lunar.



          Los corales abisales creciendo de media anual el grosor de un pelo pueden llegar a vivir hasta los cuatro mil años, son la forma más parecida a una eternidad para cualquier ser vivo de los conocidos por nosotros. Aún así para remontarnos a nuestros ancestros mamíferos hemos de contar aún mucho más tiempo y viajar atrás otros cuarenta millones de años, cuando convivían con los dinosaurios, registros de los cuales conservaron la casualidad de ciertos fósiles que nos ofrecen sus huellas impresas como testimonio de tan extraños tiempos. Hizo falta que uno de esos seres evolucionara y adquiriera la capacidad de raciocinio conceptual para que aquellas improntas abocasen en la forma causal de huellas de manos sobre la pared, entonces toda la humanidad anónima trastocó el orden de los tiempos y comenzó una loca carrera donde el ser humano se trocó en imprescindible y anónimo hacedor de su propia omnimiscente historia. Hasta la invención de la fotografía analógica, trasunto con capacidad de certificación sobre los tiempos pretéritos, son aquellos vestigios fósiles los únicos archivos indudables del tránsito de otros ayeres, mientras que el resto de la frágil existencia navegará por siempre sobre la incierta interpretación subjetiva. Igualmente pareciera ser que en el afán infinito de nuestra contemporáneas redes globales de comunicación registrando fotográficamente los que parecieran todos y cada uno de los instantes de nuestras vidas, tanto los importantes como los irrepetibles como los efímeros, se esconde el retruécano de aquel argumento proto-histórico que es el hollar esa misma minúscula porción de la eternidad que se nos escapa continua e indefinidamente.



Fósil de Maiopatagium Furculiferum 
(Museo de Historia Natural de Pekín)

         

Neil A. Armstrong descendiendo por vez primera a la Luna.


          En día veinte de Julio del año 1969 el Apolo 11 amerizó en la Luna y los astronautas Neil A. Armstrong y Edwin E. Aldrin Jr. dieron sus pasos por vez primera en un astro distinto a la Tierra. A causa de mi corta edad de entonces no pude apreciar la enorme trascendencia del hecho, pero si conservo el recuerdo de la excitación a través de la vaga nebulosa de la memoria que me retrotrae a mi padre, un vinilo y unas cuantas fotografías a color. Aunque legos en el idioma original de los artífices de aquel suceso mi progenitor trajo a casa un single donde se reproducían las comunicaciones en vivo entre la sala de operaciones en la tierra y la nave junto al satélite, supongo que incluiría entre ellas las famosa sentencias que se pronunciaron tanto al aterrizar: “Houston… aquí base Tranquilidad, el Águila ha alunizado”, como al pisar suelo lunar por primera vez: “Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad”. Lo que sí recuerdo bien en cambio es que incluía fotografías del acto, del alunizaje, de aquel paseo sobre una árida superficie de un extraño paisaje de un negro cielo, y la de una huella humana sobre tierra lunar.
          Con el tiempo aquellas imágenes entrarían a formar parte del enfrentamiento ideológico de la guerra fría entre potencias imperialistas, pero además también del cuestionamiento ontológico del propio medio fotográfico. Aún a día de hoy lo más parecido a una certificación de la presencia del hombre en la Luna la constituyen aquellas, y otras posteriores, imágenes tomadas con las diversas Hasselblads que fueron parte del equipaje de los astronautas entre el resto del material científico necesario para cumplir con la misión. Y aunque las teorías conspiratorias continúen decenios después alentadas por irreconciliables intenciones resulta paradójico que hiciesen falta siglos y la aparición de la sistematización y objetividad de la ciencia para cuestionar la veracidad de la ”Sábana Santa” y sin embargo unos pocos años de racionalismo no bastan para dar término a espurias disputas sobre la garantía de un documento fotográfico. Será cierto pues que la fe mueve montañas mientras a la verdad le cuesta más hallar su propio camino.
           Aceptando que acercarse a la verdad se le denomina aflicción, y a la filosofía se la tacha de intentar averiguar lo inaveriguable, no por ello es menos cierto que es posible un poco de luz en nuestras vidas. Habitamos un mundo con mucho ruido, y ello me lleva a apreciar cada vez más el silencio, y sin embargo en el presente alegato, u otros similares, reivindico mi pequeño espacio de cuota lírica, a veces simplemente para decir que por mucho que se apoderen de las palabras los poderes, aunque se maquillen los hechos virtualmente vapear humo electrónico no es ni será nunca lo mismo que fumar fuego tóxico que quema. Así el novísimo término de posverdad no es más que una hipócrita tiranía de una tergiversación de aquella misma de la que procede, es un inútil esfuerzo de justificar la mediocridad de la “memocracia” en que vivimos donde prima la epidermis hedonista frente al compromiso existencial, y aunque el gremio erudito se ponga de acuerdo a través del término para justificar a los poderes fácticos a través de los medios de propaganda de ideas, no son ésta su manipulación más que el maquillaje de una mascarada eterna.
          Asi cuando la fotografía analógica recibía casi unánimemente la sanción de verdad aún encontraba aquella oposición dubitativa, ahora en su época digital, enmascarada como posfotografía, acoge con su nueva estética ontológica además el baremo de “increíble”, casi sinónimo de no creíble. Es tal el cúmulo de posibilidades que alberga en si misma gracias a su progreso técnico que la aleja de su compromiso reflejo y ya no es aquella certeza analógica de la huella como referente al igual que las manos sopladas en paredes de cuevas. En su vertiente digital abundan por su propia posibilidad las falsías, pareciera ciertamente más a aquella otra era Románica donde el mosaico de retablos bíblicos en un tecnicolor atemporal sobre la piedra en aquellos oscuros claustros, capiteles, capillas o ermitas eran profesión de fe. Ya sean el Photoshop, el HDR, o el pose de un selfie compartido en la red, todos nos advierte de una nueva distinta realidad que se impone y que hacen del fotógrafo analógico un anacrónico aferrado a su “lunática” verdad.
          


Rio Pinturas, Patagonia (Argentina)
7350 adC

          
          Pero a pesar de que la red esté llena de falsos perfiles llenos de falsas personalidades abundantes en falsas felicidades, o que nuestra pantallas rebosen de relatos fantásticos trasuntos de guionistas que han estado engañándonos consentidamente durante años, o que ahora convivamos con la posverdad con la tranquilidad con que llevamos siglos creyendo en ángeles y demonios, no por ello podemos evitar seguir recurriendo al documento fotográfico como arma de certificación por sobre su maléfico poder manipulatorio. Pocos pisaron nuestro satélite, y menos aún son los que han podido explorar los fondos marinos, nadie quien haya hollado Marte y menos aún quien bajado a los abismos oceánicos, pero aun así podemos decir ya algo de esos mundos que la avanzadilla de los colonos de la humanidad nos desvelan gracias a esos ojos robóticos que llamamos cámaras, quienes corren delante de nuestros modernos exploradores. Queda por ver el día en que levantemos monumentos a cualquier batiscafo o al Mars Rover.
          Dos direcciones donde apuntar su ojo la humanidad (tres si incluimos el mundo microscópico) con curiosidad entomológica pero también como experiencia vital, de los que extrae la extrañeza de un mar de preguntas, o el recuerdo que la única certeza es la duda de nuestros propios acertos. A diferencia de aquel pequeño gran paso de 1969, y a falta de otra batalla ideológica por medio, éstas ambos recientes exploraciones se han hundido en el maremágnum de información que navega sin rumbo hoy día en una red mas dada a lo anecdótico y efímero que a lo trascendente. Y no es que el mundo  antes de la aparición de internet fuese más simple, sencillamente era más abarcable. El cúmulo de imágenes trasmitidas a través del inframundo digital a diario y al instante desvirtúan todo documento lanzado al albur del acaso, mientras que la trascendencia de ambos acontecimientos debiera servirnos de atención a mil y un motivos a todos y cada uno de los seres responsabilizados ineludiblemente en esta vida y con este planeta.
          Quizá la sobriedad del planeta rojo disculpe un tanto la falta de atención de un público más atento al espectáculo que al compromiso, pero la excusa resulta más tenue frente a lo extraordinario de las formas que adquiere la vida en los seres ocultos en la profundidad de nuestros océanos, al pairo de las más enconadas presiones y oscuridad, lejos hasta hace muy poco de nuestra vanidosa mirada. Lo extraordinario de sus formas, sus múltiples maneras de resolver el conflictivo estatus que es vivir, y que hayan convivido con nosotros a pesar de nuestra ignorancia acérrima, debiera abrirnos a la permisividad mental en nuestro camino de exploración y futuro. Igual que estos seres han visto la luz desde nuestros abismos marinos, también podremos ver próximamente el día que la avanzadilla fotográfica nos transmita las primeras imágenes de algunas bacterias ocultas en el hielo del subsuelo rojo marciano, o el descubrimiento de un nuevo fósil de millones de millones de años aflorando desde el deshielo del permafrost. Quizás entonces pase igual de desapercibido que la llegada a las Indias occidentales por otro tipo de deficiente difusión como es aquella que nos envuelve siempre que algo tiene visos de importante, trascendente o verdad.
         




          O tal vez la indiferencia a estas imágenes se deba a que son anónimas navegando en un mundo virtual pero contradictoriamente tan hedonista que el “selfie” es su copyright más emblemático, mientras este derecho jurídico mismo veta la difusión cultural altruista en pro del ánimo de lucro de los propios intelectuales convertido en sumisos mercaderes de cultura basura de masas. Bien se dice que lo que mata no es la pistola, ni la bala, sino la velocidad de ésta, y así no es la poderosa arma de la red quien hace de sí misma una perversión, ni siquiera los servidores que ponen a nuestra disposición una excelencia difusora de ideas, sino la falsa aura de libertad que dice aportarle al usuario, donde el mundo mediático se confunde con una liberadora verdad, escondida tras el caos de la perplejidad, carente de criterio y reflexión, y cuya falsa unotra personalidad pantalla que otorga a cada usuario ya está aportando la subsiguiente consecuencia sociológica al orbe humanitario. Esta Babilonia adictiva, edén de vidas mediocres, creadora de reos del humo electrónico, inmunizadora sensitiva por el exceso de oferta, ha trasformado nuestros días y espacios irremisiblemente, con sus luces y sombras, con su verdad o ilusión, con su expansión o alineamiento. Quizá su huella aunque virtual sea además indeleble, aunque no apta ni visible para de ella extraer una fotografía para la historia, tal vez sólo sea novedosa ruta exploratoria que nos acercará a mundos jamás presentidos ni siquiera imaginados, pero puede que su dependencia de lo intangible sea también su talón de Aquiles frente a su postrera perdurabilidad.
          Apenas han pasado hasta ahora unos cuantos instantes en la historia del universo, menos aún en la que ha escrito su letra la humanidad, y ahora contamos con un medio que nos viene a recordar nuestra efímera mutabilidad. Si pensar en que hace tan sólo unos miles de años éramos unos asombrados primates produce un desmesurado vértigo, que el minúsculo archivo de la historia se circunscriba hoy a unas caprichosas, efímeras y digitales combinaciones binarias carentes de ninguna materialidad nos evidencia el futuro de olvido al que estamos expuestos irremisiblemente. Hasta ahora los vestigios fósiles nos hicieron creer que era posible hallar alguna verdad, pero la transitoria huella virtual nos habla más de ese inmaterial tiempo eterno de la naturaleza imponiendo su perenne ley y donde la vanidad del hombre no tiene más cabida que el presente.




Huellas de Acahualinca. Managua, Nicaragua (232-8aC).




Texto de enriqueponce.

Fotografías bajadas de la red.




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