martes, 15 de enero de 2019

"Punto de vista y un pie de foto"






OPINION.es






"Punto de vista y un pie de foto"





Roger Fenton.

         1855, un valle árido, desolado, un camino perdiéndose enclaustrado entre dos lomas sobre un horizonte indefinido, observando atentamente unas inciertas formas redondeadas asemejan piedras, luego sabremos que son balas de cañón. Ya la fecha ha de resultar un añadido a dicha imagen, necesario aunque el sepia de su tono nos de a priori cierta reseña, procedente de un arcaico proceso denominado Colodión húmedo que obligaba a disponer de un pesado material para elaborar in-situ cualquier imagen, tanto previa como posteriormente, y que se fijaba después de una larga exposición. El resto de lo que sabemos de la fotografía lo aporta la palabra.
          Su autor Roger Fenton y su ayudante Marcus Sparling, por encargo del editor Thomas Agnew, viajaron a la Guerra de Crimea con intención de fotografiar la batalla, sus actores y escenarios. La financiación del Príncipe Alberto condicionaba un afán epopéyico de la batalla, pero además el complejo equipo limitaba aún más las posibilidades de una documentación libre e espontánea. Existe otra toma del mismo lugar, mismo encuadre, pero sin las balas de cañón, y la profunda controversia de su escenificación o “realidad”. De todas maneras Fenton inauguró una profesión de alto riesgo, personal y ético: reportero bélico.






Robert Capa.

          1936, ataviado para la lucha aunque vestido humildemente, sobre la camisa un arnés y al cinto cartucheras, cayendo abatido sobre el ángulo inferior izquierda de la imagen, a la par que su brazo diestro extendido arroja hacia atrás el fusil. El cielo despejado y la propia sombra a su espalda sobre el suelo, nada más dice la fotografía aunque después miles de voces hayan hablado de ella.
          “Cómo cayeron” fue el titular que utilizó la revista Vu el 23 de Septiembre de 1936, “Muerte en España: la Guerra Civil ha segado 500.000 vidas en un año” la tituló Life el 12 de Julio de 1937, pero a día de hoy todos la conocemos como “Muerte de un miliciano”. Por encima de la autenticidad de la localización, en en Cerro Muriano, o Espejo (Córdoba), por sobre el óbito cierto o simulado de Federico Borrel García, abocó en un icono fotográfico traspasando más allá de los especialistas de este medio. La pequeña cámara utilizada por Robert Capa en ese entonces ya le permitía testimoniar la inmediatez y la fatal proximidad que le llevó a la muerte años después al pisar una mina en Indochina.






Robert Capa.

          6 de Junio de 1944, Robert Capa espera al amanecer en el puerto de Weymouth a bordo del buque U.S.S. Chase entre miles de soldados para cruzar el Canal de la Mancha. Su objetivo, el de todos, la costa francesa, Saint-Laurent-su-Mer u Omaha Beach como la renombraron estratégicamente, el día era el D, lo que luego conoceríamos como el “Desembarco de Normandía”, la apuesta a todo o nada de los países aliados para vencer definitivamente el pulso de la Alemania nazi. Debía tomar una decisión, y lo hizo. “El corresponsal de guerra tiene en sus manos su mayor apuesta, su vida, y puede elegir el caballo al que apostarla, o puede guardársela en el bolsillo en el último segundo. Yo soy un jugador. Decidí acompañar a la Compañía E en la primera oleada.” Las imágenes que capturó con su Contax no reflejan ni por asomo la crueldad, el despropósito o el terrible magnicidio de ese y sucesivos días, y sin embargo nuestro acervo histórico no puede prescindir de ellas cuando citamos aquel escenario, ese principio de aquel fin que retrospectivamente reconocemos como providencial. Pero ese día nadie sabía que daban vida a la historia con mayúsculas, ni siquiera si volverían. 






Marc Riboud.

          21 de Octubre de 1967, una serie de fusiles con las bayonetas caladas en escorzo desde la izquierda apuntan inmisericordes a una chica que sujeta una flor frente a su rostro. Nada más muestra la fotografía. En una protesta civil contra la guerra que libraba EEUU en Vietnam frente al Capitolio en Washington Jan Rose Kasmir con tan sólo 17 años ofrecía el gesto truncado de la esperanza a la Policía Militar, parapeto y escudo del insensible e invisible poder, encargada de reprimir su voz y la de otros miles de ciudadanos activistas de la paz. Sólo amor frente a la violencia.
          Cuando Marc Riboud, el fotógrafo que captó esta imagen, tenía 14 años recibió de su padre una cámara Vest Pocket Kodak y un consejo: “Si no sabes hablar, quizás sepas mirar”.







Eddie Adams.

          1968, un hombre en escorzo casi de espaldas con cazadora militar y un pequeño revólver en la diestra apunta fríamente a la cabeza de otro segundo con las manos a la espalda y de rostro desencajado, éste y el dedo en el gatillo dan certeza de la fría ejecución. Mientras, un tercer militar casi fuera del marco izquierdo observa con atento gesto ambiguo de incredulidad o rabia. En el fondo se deja ver una calle urbana devastada donde hay además un socavón y desde la que se aproxima un camión. La instantánea paralizada en aquel momento mereció el premio Pulitzer de periodismo al año siguiente.
          Aún el reconocimiento que le aportó esta fotografía al reportero Eddie Adams, tiempo después diría bajo el peso del remordimiento: “El general (Nguyen Ngoc Loan) mató a un Vietcong con la pistola. Yo maté al general con mi cámara fotográfica. La fotografía es el arma más poderosa del mundo. La gente se las cree, pero las fotos mienten, incluso sin ser manipuladas. Son sólo medias verdades”. Cierto crédito debe merecer tal duda cuando ese alguien estuvo implicado en la denuncia de la ética de la humanidad, arriesgando incluso su vida en esa búsqueda. Porque la Fotografía no basta para las razones.






Don McCullin.

          1968, retrato de un soldado con el uniforme ajado y arrugado, la mirada perdida, las manos aferradas a la boca del fusil, es el retrato del miedo. El pie de foto puede aportar datos superfluos como que pertenece al 5º Regimiento de una compañía de Marines que libraba batalla en la antigua ciudad imperial de Hué en Vietnam, pero nada ello se muestra aquí. Tan sólo se puede ver a un hombre aterrado, inmovilizado por el pavor, solo frente a sí mismo, aislado al hecho incomprensible de todo cuanto le rodea, enfrentado a su mayor miseria de ser humano sin esperanza. Por una vez la fotografía habla para decir sencillamente: “es lo que ves”.
          Otra instantánea anterior de Don McCullin en el enfrentamiento entre turcos y griegos en Chipre le había dado prestigio, el premio World Press Photo fue su pasaje para aquella otra guerra que se libró mayestáticamente en el sudeste asiático en aquellos maravillosos años del siglo XX tan llenos de acontecimientos históricos, y por ende auge del periodismo gráfico. Pero a posteriori su retiro lo dedicó a mirar a través del visor a la naturaleza, simple, madre, pura. Aunque creo que su asombro continuó siendo el mismo.






Nick Ut.

          1972, por una carretera vienen hacia el operador varios niños corriendo, llorando, asustados, huyendo, y algunos soldados tras ellos en actitud de evacuarlos. Al fondo humo, una pared de humo, mucho humo. Quien más atrae la atención es una niña desnuda, aterrada, los brazos separados del cuerpo. Ella es Kim Phuc. 
          Huynh Cong Ut, o Nick Ut como le conocían profesionalmente, no era el único fotógrafo o videorreportero en aquel momento en Phan Thi Kim Phuc cuando la Fuerza Aérea de Vietnam del Sur, soportada por los EEUU, desató un ataque de napalm sobre la aldea, pero el reflejo de la crueldad extrema sólo quedó grabada en éste su negativo para terminar de conmover a una lejana sociedad egoísta y adocenada. Años después Nick se encontró de nuevo con una Kim sanada físicamente y ya mujer, aunque dudo capaz de olvidar, y tomó otra fotografía de ella, pero esa vez no mereció ningún premio Pulitzer a la esperanza, como en aquel otro nefasto encuentro en aquella insignificante y perdida aldea.






Jeff Widener.

          5 de Junio de 1989. Una persona parada enfrente de cuatro vehículos militares en una amplia avenida urbana de múltiples carriles con la sola arma de una maleta en su mano izquierda pareciera que los detiene. Y lo que simula tal despropósito realmente aconteció tal cual. 
          Las protestas del pueblo chino en favor de una apertura democrática frente a un gobierno comunista, de marcada economía capitalista, que acaecieron simbólicamente en los alrededores de la plaza de Tiananmén, nos legó esta imagen paradójica gracias a la pericia de Jeff Widener, galardonada al año siguiente con el prestigioso Pulitzer. El gran estado-dragón chino paralizado por el pequeño ratón-ciudadano, el impúdico y excesivo poder de la fuerza detenido por la humilde razón de la voluntad.



Kevin Karter.

          1993, un buitre posado en la tierra acecha y espera a un infante de color que agoniza pocos metros delante, desnudo, impotente, abatido, quizás con algún resto de vida aún.
Al año siguiente esta imagen le aportó a su autor, Kevin Karter, el premio Pulitzer, además de multitud de críticas por su pasividad mientras esperaba por la buena “toma”. Seis día después su mejor amigo, Ken Ooterbroek, miembro también del grupo de fotorreporteros sudafricano “Bang Bang Club” murió en un tiroteo. Dos meses más tarde Kevin se suicidó, tenía 33 años. El niño en cambio sobrevivió hasta 2007, era Kong Nyong, y la pulsera que llevaba en su muñeca derecha con la T3 indicaba que era un enfermo de malnutrición severa que había recibido ayuda. En aquel momento sólo defecaba agobiado por la diarrea. A pesar de todo la fotografía ayudó a combatir la grave hambruna que había producido otra guerra más.




Richard Drew.

          11 de Septiembre de 2001, millones de personas fijan su vista incrédula en las imágenes que los informativos retransmiten a todo el mundo desde Nueva York. Dos aviones acaban de impactar sobre la pareja de torres del World Trade Center, y el mundo contempla extasiado y horrorizado como tras el incendio se derrumban sepultando a miles de seres bajo sus escombros. Lo que asemejaba la mayor producción de Hollywood era trágica realidad en directo. El desconcierto era global, la capacidad de asombro infinita.
         Días después, tras el paroxismo de exposición a aquella dinámicas imágenes y el exceso de contradictorias, interesadas y confusas noticias, parecía que ninguna fotografía era capaz de conmovernos en su simbolismo. La fotografía de Richard Drew del salto al vacío de un hombre anónimo frente a la impotencia de ser rescatado y ante la desesperación, uno sólo de entre algunos que lo imitaron o miles que fueron incapaz, dejó en nuestras retinas el oneroso testimonio de la última realidad de cualquier holocausto. Pero aún más, en su luctuoso simbolismo es además la predicción de la caída del sistema representado por tales templos del negocio. No es una fotografía sobre el pasado, al menos no el nuestro.

Dirigida por Stephen Daldry.

          
Siempre me asombrará una de las características de nuestro actual sistema capitalista de organización occidental, su capacidad omnívora y de perversión sobre cualquier buena intención. No pasó demasiado tiempo y la industria de los sueños estrenó diversos costosos largometrajes basados en el duro golpe recibido aquel 11-s en la nueva capital de la nueva Roma, todas de marcado sesgo loativo patriótico, carentes de cualquier señal de reflexión crítica que discerniera sobre los precedentes, no para justificar ninguna acción como el horror acaecido, sino para conocer su origen y en lo posible evitar que vuelva a repetirse. Once años después de la catástrofe Stephen Daldry produce “Tan fuerte, tan cerca”, el luctuoso drama de un huérfano de aquel día quien cree reconocer por la vestimenta en la imagen de Richard Drew a su padre que cae desde el cielo. En la última página del diario íntimo que traza durante su periplo por reencontrase con él dibuja un croquis de la fotografía donde revierte aquella caída en ascensión. Loable intención para cualquier epílogo de película, lamentablemente la vida no tiene nunca un final feliz. La interesada perversión mediática, aunque razonable optimismo que inculcar a las masas, sin embargo no encubre la manipulación, las fuentes del mal continúan soterradamente siendo obviadas. Pero para la ideología hoy en día es de mayor interés lo mediático que lo informativo, causa menor número de desafectos.




Charles Graner y Lynndie England.

          2003, subido a un pequeño e improvisado pedestal una persona encapuchada revestido con una túnica, probablemente una manta agujereada, los brazos separados del cuerpo en semejanza de una crucifixión simulada, a sus dedos engarfiados levemente se enzarzan cables que proceden de un haz de tuberías incrustadas en la pared del fondo. Ni siquiera su rostro podemos ver, pues éste algo siempre sabría “decir”.
          No es una imagen tomada por un reportero, ni siquiera por un periodista, la cámara instalada en el simple móvil que todos llevamos ya por esas fechas en nuestros bolsillos fue suficiente para registrar uno más de los horrores de la guerra. Cuando la prensa prescindió de los profesionales de la imagen pasaron a ser los propios profesionales de la muerte quienes hicieron su trabajo para ellos. La prisión de Abu Grahib en Irak era la cloaca de las miserias del horror, Charles Graner y Lynndie England, con sus selfies absurdos, sus “orgullosos” operadores del testimonio.




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El Roto.


          Para la foto sólo cuenta lo que el objetivo ve y puede mostrar, ni tan siquiera es capaz de ir más allá del marco rectangular que la contiene, el uso o abuso de ellas está en una esfera ajena a ella. Un fotógrafo no es necesariamente un ser imparcial, ni un filósofo, ni tan siquiera un poeta, es simplemente un espectador inoportuno, un transeúnte de la vida, y cada uno de nosotros somos responsables únicos de la que nos ha tocado en suerte y todos de lo que todos hacemos de ella. Y ésta no es ninguna película de bellos colores, que podamos recorrer placenteramente ni rebobinarla a placer, ni siquiera un guión predecible que podamos alterar a voluntad. Si en 1826 fuimos capaces de inventar el reflejo de cualquier luz presente ello no hace a los fotógrafos cómplices del área de mala voluntad que lleva consigo la humanidad. Que su uso interesado se inmiscuyó en nuestra manera de vivir es responsabilidad común, el ámbito de la estética la relegó al oneroso papel entomólogo de archivo, mientras el mediático se satisfacía con el de acompañante enriquecedor del pie de foto, pero tal vez no predijo que el disparo de una cámara podía además insinuar, distorsionar, cuando no directamente ser manipulada. En manos espurias la fotografía puede ser un arma condicionada, pero también puede inmortalizar momentos que no deseemos recordar, o denuncias de oscuros instantes de verdades que no nos guste oír, sombras que no interesan dar a ver. Tal vez la búsqueda de ese instante significativo sea una arrogancia propia del fotorreportero, pero acaso ¿no lo es más creerse artista por la simple acción de justificar con retórica lo injustificable, o simplemente la vanidad de creerse iluminado por dios en un mundo hollado por simples perplejos humanos? Pero los sucesos están ahí, y al fotógrafo tan sólo cabe señalarlos: eso es, luego eso fue.
          La fotografía trata de lo obvio, pero lo obvio no es lo mismo que la verdad. Irremediablemente ligada a lo documental desde sus inicios se vio abocada a servir de testimonio y aseveración como huella fiel de luz y reflejo de nuestro mundo. Y nuestro mundo es complejo, puede ser pequeño, nuestro pequeño entorno, circunstancialmente cómodo o no, o puede ser inmenso si dejamos entrar en él la metafísica de las ideas y las inquietudes. Y aunque las fotografías no puedan reflejar a aquellas sí puede sin embargo despertar la conciencia. La simple captura de la transitoriedad es ya de por sí un milagro, por eso el principal argumento de la fotografía es lo cotidiano, la vida, pero la realidad resulta una obviedad para ella y culturalmente necesitamos hacer más énfasis sobre lo extraordinario. Desafortunadamente para los que vivimos un cierto estado del bienestar no nos basta con nuestro confort, necesitamos además saber, y ello duele, y aunque duela se llama compromiso. Cuando es pasivo se troca en un estar intelectual, las palabras y el arte resultan refugios compensatorios, pero si es activo los caminos son harto más complejos y arriesgados. El reportero gráfico de guerra es uno de esos seres míticos que arriesga todo a una carta aún sabiendo que su oponente las lleva marcadas. No creo que sea un héroe, pues nadie se propone semejante reto conscientemente o si lo hace es un imbécil, ni siquiera creo que quepa en ellos la intelectualidad pues éstos se bastan con la arrogancia del nihilismo, no, son simples hombres y mujeres hastiados, un tanto crédulos y muy osados. Cansados de banalidad, dispuestos a lo improbable y enfrentados a la injusticia de todo poder. Y sobre todo son seres de mucha fe, porque utilizan tan sólo el arma de lo obvio, el disparo silencioso sobre la imagen cotidiana de la tangible injusticia de todas las guerras.
          Me pregunto a menudo con qué derecho nos enredamos en espurias disputas sobre la preparación o no de tal o cual imagen, pues si lo fue y llegó a estatus de icono doblemente valor adquiere el operador en su premonición y osadía, más allá de su “documentalidad certificada”. Tal vez sí existan ocasiones donde el fin justifique ciertos medios, porque ¿quienes somos nosotros para juzgar tan cómodamente desde la distancia una realidad tan compleja e injusta como supone un escenario bélico, qué sabremos nosotros de aquellos paisajes? Alguien que se sitúa voluntariamente en medio del caos con solamente el arma de su ojo y con único fin de registrar lo que ve no tiene como fin mentir, todo lo prosaico que plasma está ahí, y no lo inventa él. No es esa su guerra, o lo es tanto como la nuestra. Cierto que la prensa debe velar por la certeza en sus argumentos, pero debe comenzar por observarlo en la línea editorial en todos sus panfletos del mundo occidental tan pleno de oscuros intereses. Y mientras nos enredan en la mentira, truecan al profesional gráfico en sus plantillas por el ciudadano anónimo y “altruista” con un móvil en el bolsillo, lo que es una cuestión cuantitativa que no cualitativa, una lid que perdió el profesional frente a las multinacionales de la información. 
          No se puede responsabilizar a un fotógrafo por el uso posterior de sus imágenes, él sólo refleja lo que ve, habitualmente se le menosprecia en su consideración y por contra se le adjudica una inmensa responsabilidad ajena. Más importante es el compromiso que adquiere una persona frente a tal desmesura de la humanidad. Cualquier otra vicisitud de la vida posee su explicación, lógica, natural o circunstancial, pero la guerra debiera ser el único acontecimiento por el que nadie debiera pasar. Una guerra es el lugar de la irrealidad hecha presencia en el mundo, donde impera la ley de ninguna ley ni moral, nadie ha ganado nada en ninguna mientras todo se pierde en ellas, y aunque para algunos pueda ser el apoteosis de los sentidos y la ebriedad de las pasiones no es ninguna película donde la realidad escenificada estará siempre condicionada por lo mediático, y si bien la fotografía comparte con éstas la transmutación mecánica de la realidad, tratándose de su vertiente documental el peligro se encuentra cuando se le aboga el privilegio de ser la más pura forma de aproximación a la verdad y convertirla en hacedora de algunos de los iconos de nuestra memoria.
          A la Fotografía le está vedado crear de la nada, siempre es figurativa, cuenta ontológicamente sobre su espalda el peso que la encadena a reflejar la realidad y, como parece que la humanidad se empeña con sarna en que ella no sea cómoda, por ende su más excelso reconocimiento es sobre aquellas obras trágicas que parecen excluirla de la belleza. Si hacemos excepción del proyecto de 1955 “The Family of Man” de Edward Steichen no cuenta entre la historia de este medio con un archivo de imágenes lúdicas icónicas y representativas que vislumbren ningún camino de esperanza. Desde el principio esta vía se le vedó, al Pictoralismo se le estigmatizó argumentando su ingenua intención de acceder al valor de arte a través de dichas formas, ni ninguna de las miles de millones de imágenes de puesta de sol o de álbumes familiares de los amateurs, ni las imprescindibles fototecas científicas necesarias para el ansia de catalogación, tienen acceso representativo en la iconología contemporánea, no eran la manera. Ningún otro estilo o uso de ella ha conseguido alzarse por encima de su más visible y reconocido reconocimiento: la fotografía bélica.    


W. Eugene Smith.





Fotografías y viñeta de los autores citados.
Texto de enriqueponce, dosmil18.




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