miércoles, 19 de octubre de 2016

"Chris Killip"






BLOc DE NOTAS




Chris Killip
Douglas, Isla de Man. 1946




Fotografía bajada de la red.

















"IN FLAGRANTE"








Este mes, el "trece de mis desdichas" cayó en martes. El trece es el día que me toca ir a la oficina de empleo, un lugar del que raramente se sale con empleo. Un lugar en el que intercambiamos vergüenza y dependencia. Es un viaje que hago como si fuera una niñita perdida, y no puedo pensar en otra cosa. Tengo que coger dos autobuses, y preferiría tener que cogerlos para ir al dentista. Nuestro mercado de desilusiones. Es un viejo edificio, pequeño, largo y estrecho, contiguo a una estación de ferrocarril y un parque de bomberos. Y allí vamos con nuestras tarjetas numeradas y nuestras almas numeradas en los días numerados, y no puedo pensar en otra cosa. Es un sitio largo y estrecho, pintado de verde y con rejas en las ventanas, y las colas son largas y estrechas. No hay plantas ni sutiles sombras cromadas. Solo unos tubos fluorescentes iluminan nuestra pasividad. Carteles en los que se detallan los impresos necesarios para nuestras solicitudes más frecuentes adornan una de las paredes. No puedo pensar en otra cosa. La única prestación que no está detallada es la indemnización por fallecimiento: suponen, y no sin razón, que ya hemos estado ahí. Te sientas en esos asientos, en los que solo esperas a que te llamen. Te levantas. Aturdido, buscas un boli para hacer el más dulce y volátil de los sonidos: un nombre, silenciosamente.






Gran parte de lo que sale del mejor y más brillante de los instintos humanos es sometido a una desintegración adusta, formal y metódica. Esto es lo que le está sucediendo a esta ciudad. Había aquí instintos tan fuertes, valientes, sutiles y ágiles como en cualquier otra parte y estaban articulados. Ahora, el capital, el talento y la energía han desaparecido, están desapareciendo del lugar. A veces, la ciudad parece un agujero negro en el que están a punto de hundirse las colinas.








Hay días, incluso aquí, donde la luz es con tanta frecuencia una extraña sustancia empobrecida -como leche desnatada-, hay días en los que brilla el sol, y alguien de manos toscas se vuelve hacia mi en el autobús, me hace una caricia, me sonríe, y todo entonces se transforma en un legado que recibes de buena gana. Así fue para mi abuelo, para mi padre, para mi madre.






Tengo mucho respeto por la fuerza frágil de los hombres y tengo la sensación de que se los rompe más fácilmente. Nosotras no siempre nos rompemos con esa facilidad, nos resquebrajamos, nos astillamos. ¿Has oído aquello de "ella era una tacita de porcelana y él un cuenco de barro"? Puede que parezca incongruente ponerlos juntos, pero los dos pueden contener una bebida reconfortante. Dones mutuos.







Recuerda la palabra "cariño". La oías continuamente. De pequeños, la oíamos todo el rato, en la tienda, en el autobús, en el carro de los helados, era una palabra que precedía a otras y que llevaba a otras, una palabra de movimiento, de progreso, un principio y un fin, una palabra que estaba todo el tiempo a mi alrededor. Hoy es una palabra que usamos con cuidado; nos han dicho que utilizarla mucho es utilizarla a la ligera. Yo nunca lo sentía así. Era una palabra sustanciosa, cierta, segura. En unas vidas que soportaban tantas inseguridad, tanto sufrimiento social, había una palabra que daba seguridad. Sí, cariño.










Aquellos hombres. Nunca me olvidaré de ellos, aquellos hombres cuyos dedos no se parecían a los míos, aquellos hombres que me daban las gracias llorando por haberme quedado con ellos mientras fumaban un cigarrillo, aquellos hombres que son la parte más elemental de "a cada cual según sus capacidades". Estarán conmigo para siempre en aquella sala de hospital, porque son el padre de alguien, y, si no lo son, serán el mío. Mi padre lo hubiera querido así. Olvídate de aquello de "Inglaterra me formó": las visitas al hospital contribuyeron a formarme. Y a enfadarme.

Se trata de la naturaleza y el hombre. Vi lo cruel y lo azarosa que puede ser la naturaleza. Aprendí que los hombres pueden ser calculadores y crueles. Era por la época en la que empezaron a notarse los recortes. Y yo sabía distinguir entre le bien y el mal. Sabía que era malo que los enfermos constituyeran la partida más pequeña en el libro de contabilidad. Veía que la naturaleza era cruel, pero también que aquellos que tenían el medio de transporte más rápido, aquellos que tenían unas casas más firmes, se libraban de los terribles efectos de las inundaciones y los terremotos.








Vi a un anciano que llevaba una bolsa de plástico de la cadena de supermercados Tesco y un bastón. Yo estaba en las escaleras mecánicas de bajada, y las de subida estaban, como siempre, estropeadas. Si hay alguna certeza en la vida es esa, que las escalera mecánicas de subida no funcionarán cuando vas cargado. Subía cansino las escaleras interminables, pero tampoco como si estuviera al borde de sus fuerzas. De haber estado claramente más impedido o si hubiera sido una madre cargando con el cochecito del bebé, habría inspirado más simpatía. Pero solo era un hombrecito cansado, desconocido, subiendo cansino las escaleras. Solo era un anciano que, probablemente, había pagado religiosamente sus impuestos, que en su día había luchado por su país. Ese bonito individualismo del que tanto se oye hablar. Para cuando este individuo llegue arriba, sus piernas, esas piernas solo suyas, estarán demasiado cansadas par que aflore este concepto. Claro que si tuviera poder, dinero o simplemente un coche, su individualismo florecería. No entiendo lo que quieren decir los políticos poderosos con esa palabra. La gente que se ve en las barriadas, en los hospitales, en las colas del paro, caminan hoy de rodillas, esas rodillas suyas y solo suyas, con la cabeza, esa cabeza suya y solo suya, gacha, y les falta la energía necesaria para erguir sus individuales espaldas.










Aunque no sepa dónde viven o dónde yacen los muertos, los no nacidos, los esqueletos, los embriones, a los muertos los veo muchas veces en lo que expresan los ojos de algunos vivos cuando hablan con sinceridad de otros tiempos. O, a veces, en una frase. Oigo una frase en el autobús, una frase llena de ambigüedad, de tenacidad, de gentileza, solo unas palabras dichas o otra persona, y pienso: la gente lleva siglos hablando así. Muchos lugares pueden cobijarte, y, a veces, está todo en una frase, una cuantas palabras que parecen transmitir el tiempo y la vida, y cada vez que se dicen o se oyen, restauran, restablecen algo bello. Y a mi me entran ganas de volverme y decir: "¿Has oído eso? ¿Verdad que suena cálido y acogedor? ¿Verdad que te da legitimidad?".










Un chico tiene una rana en la mano. La estudia detenidamente.

Ya te tengo. Entre el cielo y mis botas solo estamos tú y yo. Cuando quiera, te soltaré, pero puedo tenerte días y días. En casa tengo una caja. Si te pongo debajo de la cama, ¿harás ruido? ¿La mojarás? ¿La moverás por la noche? Yo estaré encima y luego, después de oír las puertas del coche, cuando ya no haya ruidos en el baño ni crujidos en el suelo, luego, me asomaré desde arriba de la cama para verte y decirte hola. Podemos ser amigos. También puede que haya problemas. Por la otra, por mi hermana, que igual le da por chillar. No se parece en nada a Dorothy. Dot y yo volvemos a casa por la carretera, y si te viera saltar, diría: "¡Parece flipada!". Saber aullar como los perros que salen por las noches en las películas. Dot es guay. Sobre todo cuando no sabes qué va a hacer. Ya he tenido otras como tú. Una vez la abuela se creyó que un erizo que yo tenía era un cepillo. No ve muy bien. Dicen que con todos mis bichos, con mis cajas de cerillas que andan con los bichos dentro, le pego unos sustos que casi la mato. Los mayores están tan lejos, son tan altos que no ven lo que hay en el suelo. Pero a ti sí. Tú estás viva y te mueves. Igual también te mueves cuando estés muerta.








Está tendida en el suelo. Puede que en otros lugares haya otros con el privilegio de tener cobijo, quienes, en un gesto de cautelosa y refinada desesperación, se llevan una botella a la cama, o buscan un hueco en otros cerros, donde se soportan mejor los ojos de la acera.

No es como la luz de las estrellas, por lo general tan bonita, ni como unos faros que aminoran la marcha inspeccionándote, ni como las lámparas doradas que brillan con luz de hogar al otro lado del jardín de árboles nocturnos, ni como alguien que resplandece a la luz de los ojos de otro, sino que, sola, te acoge la cámara que sostiene un desconocido, y te vuelves, porque sabes que hay días que mueren de buena gana.

Es una alianza suave y vulnerable la nuestra, yo, el espectador, tú la expuesta a las miradas. Es una asociación que no es inocente de los crímenes de la vida, de los crímenes. Un amor que no se puede tender contigo, sino que al estar a tu lado no puede quedarse quieto. Son tantas las cosas que no puede hacer este amor... Pero puede oponerse a esas leyes, insensibles, calculadas y prolongadas, que intensifican tu pobreza, castran tus aspiraciones y ahondan la grieta de la intimidad de la cual te será difícil salir.

Incluso cuando no tienes nada de lo que ves cuando cierras los ojos, incluso en esas cosas caprichosas e irreverentes que son los sueños, hay un nombre. Un nombre que se le da a uno solo cuando se lo lleva, oronda y orgullosa, al pecho. Tan íntimo y tan cálido como el espacio que se reserva para sí dentro del abrigo. Un nombre pronunciado por otro puede ser sublime. Un nombre pronunciado por otro puede hacer daño. Y a veces un nombre es un objeto perdido.









Una vez, cuando mi tía se estaba muriendo, nos reunimos alrededor de su cama. Había dejado de luchar. No  había, no hay, razón alguna por la que seguir viviendo. Pasarse un año tras otro en una cama de hospital, noche tras noche, oyendo toser y suspirar a los otros en la luz tenue.

-¡Vaya! -susurró-. Esta vez quiero irme.

Tal vez hubiera debido callarme, pero dije:

-Eres una persona curiosa, Tía May, ¡y a dónde vas a ir! ¿Por qué no te quedas por aquí, aunque solo sea por curiosidad?

-¿Por qué?

-Bueno, a Reagan podría darle por apretar el botón mañana, y te lo habrías perdido. Te habrías ido con un ¡ay! cuando podrías haberte ido con un ¡bang!

Ella sonrió.

-¡Venga! -dijo, y se quedó dormida.

Ha estado muchas veces al borde de la muerte, ha estado muchas veces al borde de la desesperación, pero es sorprendente. No sabes lo que es el valor si no lo conoces.






Hubo una vez un sábado, rebosante de tensión sabatina, de gente con muchos recados por hacer y poco tiempo para hacerlos: comprar lo necesario para los bocadillos de mediodía de toda la semana y un par de zapatos para Andrew, andar comparando precios aquí y allá, no olvidarte del paracetamol. En la papelería me puse a hojear un libro de fotos antiguas. Fotos del norte durante otra recesión, la de los años treinta.

En los inevitables clichés en blanco y negro aparecía calles inevitables, las mujeres con grandes delantales detrás de maquinarias grasientas, los niños desastrados subiéndose los calcetines, gente risueña que acarrea grandes maletas cerradas con cuerdas, de camino a su semana de vacaciones no pagadas. También aparecían hombres, algunos solo sonrientes, otros, caminando, escuchando o parados. Las chaquetas, las camisas, la ropa que llevaban, nada coincide, si no es en que constituyen el uniforme de la espera. Eran gente arrugada, encogida, sus ropas, sus calcetines, sus rostros, parecían muelles que han pasado demasiado tiempo aplastados. Cansados de encogerse, de estar siempre ojo avizor para evitar los golpes. No es que se den por vencidos, es que están cansados.

Mi madre estaba mirando el libro a mi lado. La miré. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Ahí mismo, en aquel sábado ajetreado, con la gente empujándote y pidiéndote perdón por pisarte, con la cadera apoyada contra el borde metálico del mostrador, lágrimas.

-Siempre igual -dijo-, siempre la misma basura, siempre los han tratado como basura, igual que ahora.

Era yo, su hija, la que estaba a su lado, y el parecido no se daba por supuesto.
Seguía aprendiendo de ella, de la misma manera que aprendí a lavarme los dientes, a pedir "por favor" las cosas y dar las gracias. Algunos sentimientos verdaderos son semejantes a las lágrimas de mi madre aquel día en la papelería Smith's, son extemporáneos, están fuera del tiempo.






Fotografías de Chris Killip.
Texto de Sylvia Grant.


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