Danila Tkachenko
Moscú, Rusia. 1989
Fotografía bajada de la red. |
"Áreas restringidas"
El viejo Koskoosh escuchó ávidamente. Aunque su vista se había apagado
hacía ya largo tiempo, su oído aún era agudo, y el más leve sonido penetraba
en la trémula inteligencia, que, aunque ya no contemplaba las cosas del
mundo, todavía alentaba tras su arrugada frente. Sí, ésa era Sit-cum-to-ha,
maldiciendo a gritos a los perros mientras los golpeaba y azotaba
empujándolos hacia los arneses. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija, pero
andaba demasiado ocupada para desperdiciar un pensamiento en su quebrado
abuelo, sentado solo en la nieve, abandonado e indefenso. Tenían que levantar
el campamento. Esperaba un largo camino y el corto día se negaba a rezagarse.
La vida le llamaba, y las tareas de la vida, y no la muerte. Y él se hallaba muy
cerca de la muerte.
Este pensamiento aterrorizó por un instante al viejo, y extendió una mano
paralítica, que vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que
tenía a su lado. Segura de que realmente estaba allí, la mano volvió a su
refugio de pieles andrajosas, y él se puso de nuevo a escuchar. El bronco crujir
de pieles medio heladas le notificó que ya habían levantado la tienda del jefe,
apretada y reducida a dimensiones transportables. El jefe era su hijo, fuerte y
robusto, cabeza de la tribu y poderoso cazador. Mientras las mujeres se
afanaban con el equipaje del campamento, se alzó su voz, reprendiéndolas por
su lentitud. Koskoosh aguzó el oído. Era la última vez que escucharía esa voz.
¡Allá iba la tienda de Geehow! ¡Y la de Tusken! Siete, ocho, nueve, ya sólo
quedaría en pie la del hechicero: ¡Ah!, se afanaban con ella ahora. Podía oír
cómo jadeaba el hechicero al colocarla en el trineo. Un niño lloriqueaba y una
mujer lo calmaba con suaves canturreos guturales. Se trata del pequeño Kootee, pensó el viejo, una criatura inquieta y no muy fuerte. Quizás muriese
pronto y con el fuego abrirían un agujero en la tundra helada y amontonarían
piedras sobre él para mantener alejados a los carcayús. Bueno, ¿qué
importaba? Viviría unos cuantos años más, en el mejor de los casos, y con la
barriga tantas veces vacía como llena. Y al final esperaba la muerte,
insaciable, la más hambrienta de todos ellos.
¿Qué era eso? Ah, los hombres enganchaban los trineos y tensaban las
correas. Y él, que nunca más volvería a escuchar, aguzó el oído. Los látigos
gruñeron, trabándose entre los perros. ¡Cómo aullaban! ¡Cómo odiaban el
trabajo y el camino! Ya emprendían la marcha. Trineo tras trineo se hundieron
lentamente en el silencio. Habían marchado, habían salido de su vida, y él se
enfrentaba solo ante la última hora amarga. No. La nieve crujió bajo un
mocasín; un hombre se erguía a su lado y posaba suavemente una mano sobre
su cabeza. Era un buen gesto de su hijo. Recordó a otros viejos, cuyos hijos no
habían esperado a que partiera la tribu. Pero su hijo había esperado. Vagó
hacia el pasado hasta que la voz del joven lo devolvió a la realidad.
— ¿Estás bien? —preguntó.
Y el viejo respondió:
—Estoy bien.
—Hay leña a tu lado —continuó el joven—, y el fuego arde vivamente. La
mañana es gris y ha comenzado el frío. Nevara pronto. Ya nieva.
—Sí, ya nieva.
La tribu tiene prisa. Sus fardos son pesados y sus barrigas van encogidas
por falta de comida. El camino es largo y viajan velozmente. Me voy. ¿Estás
bien?
—Estoy bien. Soy como una hoja seca, débilmente adherida al tallo. Al
primer viento que sople caeré. Mi voz es ahora como la de una anciana. Mis
ojos ya no señalan el camino a mis pies, éstos me pesan, y estoy cansado. Está
bien.
Inclinó la cabeza con resignación, hasta que se apagaron los últimos
quejidos de la nieve y supo que el hijo ya no oiría su llamada. Luego alargó
precipitadamente su mano hacia la leña. Sólo ésta se alzaba ante él y la
eternidad, que le abría ya las fauces. Por fin su vida se reducía a un puñado de
astillas. Una a una alimentarían el fuego, y así, paso a paso, la muerte se
deslizaría sobre él. Cuando la última astilla hubiera entregado su calor,
empezaría el hielo a recobrar sus fuerzas. Primero sucumbirían sus pies, luego
las manos, y el entumecimiento se extendería lentamente desde las
extremidades al cuerpo. La cabeza caería sobre sus rodillas, y descansaría. Era
fácil. A todo hombre le llega su hora.
No se quejaba. Era ley de vida, y era justo. Había nacido cerca de la tierra,
había vivido apegado a ella y, por consiguiente, no le era ninguna ley nueva.
Era la ley de toda carne. La naturaleza no era benévola con la carne. No se
preocupaba en absoluto de esa cosa concreta llamada individuo. Su interés
residía en la especie, en la raza. Esa era la abstracción más profunda a la que
podía elevarse la mente del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella con firmeza.
La había visto evidenciarse en todo ser vivo. En el fluir de la savia, en el
estallido de verdor del brote de sauce, en la caída de la hoja amarilla, en cosas
como éstas se contenía toda la historia. Una única tarea le había encomendado
la naturaleza al individuo. Si no la cumplía, moría. Y si la realizaba, también
moría. A la naturaleza no le importaba. Había muchos que obedecían, y sólo
esta obediencia en sí, no los obedientes, se mantenía siempre viva. La tribu de
Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que conoció de niño habían conocido
de niños a otros ancianos. Por tanto, era cierto que la tribu vivía, demostrando
la obediencia de todos sus miembros, allá en un pasado ya olvidado, cuyos
lugares de reposo ya nadie recordaba. Ellos mismos no significaban nada, no
suponían más que meros episodios. Habían pasado como nubes en un cielo de
verano. Él también era un episodio, y pasaría. A la naturaleza no le importaba.
A la vida le asignaba una sola tarea, le daba una sola ley. Perpetuar era la tarea
de la vida; la muerte, su ley. La mujer joven era una buena criatura para mirar,
de pechos duros y fuertes, de andar ligero y brillo en la mirada. Pero su
cometido aún estaba por realizar. La luz de su mirada brillaría cada vez más,
su paso se haría más rápido, unas veces atrevida con los jóvenes, otras tímida,
transmitiéndoles parte de su propia inquietud. Aumentaría más y más su
belleza, hasta que algún cazador, incapaz ya de resistirse, la llevase a su tienda
a cocinar y a trabajar para él y la convirtiese en madre de sus hijos. Y con la
llegada de la prole, su belleza desaparece. Sus miembros languidecen, sus ojos
se apagan, y sólo los niños encuentran placer en la arrugada mejilla de la
anciana, al calor del fuego. Su misión había concluido. Pero al poco tiempo,
con el primer pellizco del hambre o el primer viaje largo, la abandonarían
como a él, en la nieve, con un montoncillo de astillas. Ésa era la ley.
Colocó cuidadosamente una astilla en el fuego y volvió a sus meditaciones.
Era lo mismo en todas partes, con todas las cosas. Los mosquitos desaparecían
con las primeras heladas. Las pequeñas ardillas se escabullían para morir. Con
la edad, el conejo se volvía lento y pesado y ya no podía correr más que sus
enemigos. Hasta el enorme oso se tornaba torpe, ciego y pendenciero, para
sucumbir al final ante un puñado de perros. Recordó cómo había abandonado
un invierno a su propio padre, en un cerro del Klondike, el invierno anterior a
la llegada del misionero, con sus libros de sermones y su caja de medicinas.
Cuántas veces se había relamido los labios recordando aquella caja, aunque
ahora su boca se negaba a humedecerse. La medicina contra el dolor había
sido especialmente buena. Pero, después de todo, el misionero era una
molestia. No traía carne al campamento y comía mucho, y los cazadores
protestaban. Pero se le helaron los pulmones en la divisoria del Mayo, y los
perros levantaron las piedras con los hocicos y pelearon por sus huesos.
Koskoosh colocó otra rama en el fuego y se hundió aún más en el pasado.
Hubo un tiempo de gran hambre, cuando los viejos se agazapaban con las
barrigas vacías junto al fuego y dejaban caer de sus labios oscuros relatos de
los días en que las aguas del Yukón corrieron libres durante tres inviernos, y
luego estuvieron heladas otros tres veranos. En aquella hambre perdió a su
madre. En el verano falló la subida del salmón y la tribu esperó con ansiedad
el invierno y la llegada del caribú. Llegó el invierno y con él no vino el caribú.
Nunca se había conocido cosa igual, ni en las vidas de los ancianos. Pero los
caribús no llegaron, y era el séptimo año, y los conejos no habían vuelto a
reproducirse, y los perros no eran sino fardos de huesos. A través de la larga
oscuridad, los niños sollozaban y morían, así como las mujeres y los viejos, y
ni siquiera uno de cada diez miembros de la tribu vivió para ver el sol cuando
volvió la primavera. ¡Aquello sí que fue hambre!
Mas también había visto tiempos de abundancia, cuando la carne se les
pudría en las manos y los perros estaban gordos y perezosos de tanto comer,
tiempos en los que dejaban escapar la caza sin matarla, y las mujeres eran
fértiles, y las tiendas llenas de pequeños niños-hombres y niñas-mujeres.
Entonces, cuando los hombres tenían estómagos prominentes, reavivaron
viejas disputas, y cruzaron la divisoria hacia el sur para matar a los pellys, y
hacia el norte, para sentarse junto a las hogueras apagadas de los tananas.
Recordó cómo, siendo niño, en días de plétora, vio un alce derribado por los
lobos. Zing-ha le acompañaba, tumbado junto a él en la nieve, vigilante. Zingha, que luego sería el más diestro de los cazadores y que, al final, caería dentro
de una bolsa de aire en el Yukón. Lo encontraron un mes después, congelado,
con medio cuerpo fuera del agujero.
El alce. Zing-ha y él habían salido ese día a jugar a la caza a la manera de
sus padres. En la orilla del riachuelo encontraron las huellas frescas de un alce,
y, entre ellas, las huellas de muchos lobos.
—Uno viejo —había dicho Zing-ha, más rápido en leer señales—, uno
viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos le han separado de sus
hermanos, y ya no lo abandonarán.
Y así fue. Era su manera. De día, de noche, sin descansar nunca, gruñendo
tras sus pezuñas, acosándolo hasta el final. ¡Cómo sintieron Zing-ha y él hervir
en sus venas la sed de sangre! ¡El final sería digno de verse!
Ansiosos, siguieron el rastro, e incluso él, Koskoosh, de vista torpe y
rastreador inexperto, lo hubiera seguido a ciegas. ¡Era tan ancho! Iban ávidos
siguiendo de cerca la caza, leyendo la encarnizada tragedia, recién escrita, a
cada paso. Llegaron donde el alce había hecho una parada. La nieve había sido
pisoteada y removida en todas las direcciones, en una extensión equivalente a
tres veces la longitud de un cuerpo humano. En medio había huellas de
pezuñas, y alrededor, por todas partes, las huellas más ligeras de los lobos.
Algunos, mientras sus hermanos acosaban a la presa, se habían tumbado a
descansar. La impronta de sus cuerpos en la nieve era tan perfecta, como si la
hubieran hecho momentos antes. Uno de los lobos había caído atrapado en una
salvaje embestida de su enloquecida víctima, que lo había pisoteado hasta la
muerte. Unos cuantos huesos, bien roídos, lo atestiguaban.
Por segunda vez dejaron de levantar sus raquetas de nieve. Aquí, el
poderoso animal había luchado desesperadamente. Dos veces le habían tirado,
la nieve lo atestiguaba, y otras tantas se había sacudido de sus agresores y
había logrado reincorporarse. Su tarea la había realizado largo tiempo atrás,
pero aun así la vida le era preciosa. Zing-ha dijo que era cosa extraña que un
alce, una vez derribado, volviera a liberarse, pero éste lo había logrado. El
hechicero vería augurios y maravillas en ello cuando se lo contaran.
Y otra vez más llegaron donde el alce había intentado trepar la orilla y
ganar el bosque. Pero sus adversarios lo acorralaron por detrás, hasta que
retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos contra la nieve. Estaba claro
que la matanza era inminente, sus hermanos no los habían tocado. Pasaron
aprisa dos paradas más, breves y muy cercanas entre sí. El sendero estaba
manchado de rojo y las limpias zancadas de la gran bestia se tornaron cortas y
vacilantes. Entonces oyeron los primeros sonidos de la batalla, no el coro de
aullidos de la persecución, sino los breves, vigorosos ladridos que
denunciaban la presencia de cuerpos apretujados mordiendo la carne.
Gateando contra el viento, Zing-ha se arrastró por la nieve, y junto a él,
Koskoosh, que llegaría a ser el jefe de la tribu en los años venideros. Juntos
apartaron las ramas bajas de un joven arbusto y se asomaron. Lo que vieron
era el final.
La imagen, como toda impresión de juventud, no había perdido su fuerza,
y sus apagados ojos vieron el final con la misma viveza que aquel lejano día.
Koskoosh se maravillaba de esto, ya que en los días que siguieron, cuando era
líder de hombres y cabeza de consejeros, realizó grandes hazañas y consiguió
que su nombre fuese una maldición en boca de los pellys, sin mencionar al
extraño hombre blanco que había matado, cuchillo contra cuchillo, en lucha
abierta.
Estuvo mucho tiempo meditando sobre los días de su juventud, hasta que
se amortiguó el fuego y sintió el mordisco de la helada. Lo alimentó con dos
astillas y midió su vida por las que le quedaban. Si Sit-cum-to-ha se hubiera
acordado de su abuelo y hubiera reunido un montón mayor, sus horas serían
más largas. Hubiera sido fácil. Pero era una niña muy negligente y había
dejado de honrar a sus antepasados desde el día en que Castor, hijo del hijo de
Zing-ha, puso sus ojos en ella. ¡Bueno, qué importaba! ¿No había hecho él lo
mismo en su rápida juventud? Por unos momentos escuchó el silencio. Quizás
el corazón de su hijo se ablandase y volviera con los perros para llevarse a su
viejo padre junto a la tribu, donde los caribús abundaban y la grasa colgaba
pesadamente de sus cuerpos.
Aguzó el oído, su mente agitada se detuvo. Ni un ruido, nada. Sólo él
respiraba en medio del gran silencio. Se sentía muy solitario. ¡Escucha! ¿Qué
era aquello? Un escalofrío recorrió su cuerpo. El aullido prolongado y familiar
rompió el vacío, se acercaba. En sus oscurecidos ojos se proyectó entonces la
imagen del alce —el viejo alce—, los desgarrados flancos y los costados
ensangrentados, la melena revuelta y los grandes cuernos ramificados, bajos,
embistiendo hasta lo último. Vio las relampagueantes formas grises, los ojos
brillantes, las lenguas colgantes, los babeantes colmillos. Y vio cerrarse el
círculo inexorable hasta convertirse en un punto oscuro en medio de la
pisoteada nieve.
Un hocico frío le rozó la mejilla, y, a su contacto, su alma brincó de nuevo
al presente. Su mano se disparó hacia el fuego y sacó una astilla ardiendo.
Dominado de momento por el miedo hereditario al hombre, la bestia
retrocedió, elevando una prolongada llamada a sus hermanos, que
respondieron ávidos, hasta que le rodeó un anillo de agazapadas formas grises
de fauces babeantes. El viejo escuchó el estrechamiento del círculo. Agitó
violentamente su tizón, y los olisqueos se tornaron gruñidos. Pero las
jadeantes bestias se negaban a dispersarse. Una de ellas se adelantó,
agazapada, arrastrando las ancas, y luego dos, tres; pero ninguna retrocedía.
¿Por qué se aferraba a la vida?, se preguntó, dejando caer la astilla encendida
sobre la nieve. Chisporroteó y se apagó. El círculo gruñó inquieto, pero se
mantuvo firme. Otra vez vio la parada del alce. Koskoosh dejó caer
cansadamente su cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba después de todo?
¿No era ley de vida?
danilatkachenko.com
Fotografías de Danila Tkachenko.
Texto Ley de vida, extraído de "La quimera del oro", de Jack London.
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