"De acampada en Kitty Hawk"
El diecisiete de diciembre de 1903, el obispo Wright, de los Hermanos Unidos,
en un tiempo director del Religious Telescope, recibió en su casa de madera de
Hawthor Street, en Dayton (Ohio), un telegrama de sus hijos Wilbur y Orville, a
quienes se les había metido en la cabeza pasar las vacaciones en un pequeño
campamento levantado sobre las dunas de la costa de Carolina del Norte, en el que le
relataban ciertas experiencias en relación con un planeador que ellos mismos habían
armado en casa para entretenerse. El telegrama decía así:
ÉXITO CUATRO VUELOS JUEVES MAÑANA CONTRA VIENTO DE VEINTIÚNA MILLAS DESPEGUE
SUELO SÓLO CON MOTOR VELOCIDAD MEDIA EN VUELO TREINTA Y UNA MILLAS VUELO
MAYOR DURACIÓN CINCUENTA Y SIETE SEGUNDOS INFORMA PRENSA VOLVEREMOS NAVIDAD
El 17 de octubre de 1903, el menor de los hermanos, Orville, subió al Wright Flyer y realizó el primer vuelo. Duró 12 segundos y recorrió 36 metros. |
En las cifras había ciertos errores, pues el operador de telégrafos leyó mal el
texto garabateado a lápiz y apresuradamente por Orville, pero el hecho incuestionable era que un par de jóvenes mecánicos de bicicletas de Dayton, Ohio,
habían diseñado, construido y hecho volar el primer aeroplano de la historia.
Después de hacer funcionar el motor unos minutos a fin de calentarlo, solté el
alambre que sujetaba el aparato a la pista y éste inició la marcha contra el viento.
Wilbur corría al lado del aparato sosteniendo una de las alas para que mantuviera la
estabilidad sobre la pista. Contrariamente al día catorce, en que el despegue se hizo
en tiempo calmo, el aparato debió afrontar un viento de veintisiete millas y su
marcha fue muy lenta... Wilbur pudo acompañarlo hasta el despegue, que tuvo lugar después de una carrera de cuarenta pies sobre la pista. Uno de los hombres del
servicio de salvamento sacó una fotografía, siguiendo nuestras instrucciones, en el
momento en que el aparato se había levantado unos dos pies y se hallaba ya al final
de la pista... El curso de vuelo fue ascendente y descendente, e irregular en extremo,
en parte debido a la inestabilidad del aire y en parte a la falta de experiencia en el
manejo del aparato. Un súbito y rápido movimiento del aparato a unos ciento veinte
pies del punto de despegue acabó con el vuelo... Este vuelo duró tan sólo doce
segundos, pero era la primera vez en la historia del mundo en que un aparato con un
hombre a bordo se alzaba del suelo por sí mismo en vuelo real, avanzaba en el aire
sin reducir la velocidad y, finalmente, tomaba tierra en un punto situado al mismo
nivel que el punto de partida.
Poco después, en el mismo día, el aparato fue atrapado en una ráfaga de viento,
que lo hizo volcar y estrellarse, matando casi al hombre del servicio de guardacostas
que trataba de sujetarlo.
Fue una pésima suerte, pero los hermanos Wright estaban demasiado contentos para preocuparse:
habían probado que aquel maldito ingenio volaba.
Constatados definitivamente tales puntos, recogimos nuestras cosas y nos
volvimos a casa, con la convicción de que la era de las máquinas voladoras había
comenzado por fin.
Llegaron para Navidad a Dayton, en Ohio, donde habían nacido en la década de
los setenta en el seno de una familia establecida al oeste de los Alleghenies desde
1814. En Dayton (Ohio) habían ido a la escuela primaria y luego a la secundaria y se
habían unido a la iglesia de su padre y habían jugado al béisbol y a hockey y
practicado con tesón en las paralelas y el trapecio gimnástico y vendido periódicos y
construido una prensa de imprimir con desechos del vertedero y lanzado cometas al
viento y jugado con artilugios mecánicos y recorrido el lugar haciendo pequeños
trabajos para ganarse honradamente unos centavos.
La gente de Dayton sostenía que fue el hecho de que el obispo llevara un día a
casa un helicóptero, un juguete mecánico de cincuenta centavos supuestamente capaz
de mantenerse en el aire merced a dos paletas accionadas por gomas elásticas, lo que
despertó en los chicos la obsesiva idea de volar, de forma que, en lugar de casarse como sus compañeros, se quedaban en casa
todo el día ensimismados en sus cosas y ganándose la vida con trabajos de imprenta y reparación de bicicletas, y quedándose hasta altas horas de la noche leyendo libros de aerodinámica.
Eran, con todo, piadosos feligreses; su negocio de reparación de bicicletas
marchaba viento en popa; la gente podía confiar en su palabra. Y gozaban de una
merecida popularidad en Dayton.
Las máquinas voladoras, en aquellos días, eran el hazmerreír de los ramplones
filósofos de cantina. Las tentativas infructuosas de Langley y Chanute habían sido
jaleadas con un «ya os lo dije» burlón de costa a costa. El gran problema de los
Wright estribaba, pues, en el hallazgo de un lugar lo suficientemente aislado para
poder llevar adelante sus experimentos sin suscitar la risa burlona de los lugareños.
En aquel tiempo, además, no disponían de dinero; eran mecánicos empíricos; cuando necesitaban algo, lo construían ellos mismos.
Y al fin dieron con Kitty Hawk, con las grandes dunas y bancos arenosos que se extienden al sur en dirección a
Hatteras, sobre la orilla de Albemarle Sound, un vasto trecho de playas, desierto a excepción del puesto de guardacostas, de algunas cabañas de
pescadores, de los enjambres de mosquitos y de las niguas y garrapatas de las hierbas
salvajes que crecían tras las dunas, y de las gaviotas, arriba, y de las golondrinas de mar con su veloz vuelo en
picado, y de los pigargos y las grullas que aleteaban al anochecer en las marismas, y
de las ocasionales águilas cuyo alto vuelo seguían con la mirada los hermanos Wright,
como siglos antes hiciera Leonardo, aguzando los ojos para aprehender las leyes del vuelo.
A seis kilómetros de blanda playa de las escasas cabañas de pescadores, los
Wright levantaron un campamento y un cobertizo para sus planeadores. Era mucha
distancia para recorrer cargando las provisiones, las herramientas y todo lo que
pudieran necesitar; el estío era ardiente; los mosquitos, agobiantes; pero allí estaban solos, y no imaginaban lugar más mullido sobre el que caer que la blanda arena.
Y allí, con un planeador de dos planos y una cola sobre el que se echaban boca abajo y al que controlaban, a fin de evitar el ladeamiento de los planos, mediante
movimientos oscilantes de caderas; despegando una y otra vez durante todo el día
desde una gran duna llamada Kill Devil Hill, aprendieron a volar.
Una vez que lograron planear unos segundos y de cuando en cuando elevarse ligeramente merced a una corriente de aire,
decidieron que había llegado el momento de poner un motor a su biplano.
De vuelta en su taller de Dayton, construyeron un túnel aerodinámico –su
primera gran contribución a la ciencia de la aviación– y experimentaron en él sus
prototipos.
No lograron interesar a ningún fabricante de motores de gasolina, y tuvieron que
construirse su propio motor.
Funcionaba.
Desde aquellas Navidades de 1903, los Wright no volvieron a trabajar por mera
afición o entretenimiento. Dejaron el negocio de bicicletas, consiguieron el permiso
de uso de una pradera donde pastaban las vacas, propiedad del banquero local, para
sus prácticas de vuelo y emplearon el tiempo que les dejaba libre su máquina en
tareas de promoción, batallando en torno a patentes, infracciones legales y espionaje
industrial, esforzándose por interesar a los funcionarios del gobierno y por penetrar el
sentido de las observaciones suaves, intrincadas y descorazonadoras de los abogados.
Y al cabo de dos años disponían de un aeroplano capaz de cubrir cuarenta
kilómetros sin interrupción en torno a la pradera de las vacas.
Los pasajeros del transporte interurbano solían asomar la cabeza por las
ventanillas al pasar por el límite de la pradera de pruebas, sobresaltados ante el
estrepitoso pof-pof del viejo motor de los Wright y la contemplación de un blanco
biplano parecido a un par de tablas de planchar superpuestas, que resoplaba en el aire
a unos buenos veinte metros de altitud. Las vacas, sin embargo, se habituaron pronto
al espectáculo.
Cuando los vuelos ganaron en duración, los Wright encontraron patrocinadores financieros, se vieron envueltos en pleitos legales, pasaban las noches en vela oyendo el zumbido de hipotéticos millones... Peor, sin duda, que el zumbido de los mosquitos en Kitty Hawk.
En 1907 fueron a París, accedieron a vestirse de etiqueta y a usar sombrero de copa,
aprendieron a dar propina a los camareros, conversaron con expertos del gobierno, se acostumbraron a los galones dorados y
a los aplazamientos y a las perillas y a las profusas palmadas de los políticos. Y, por
divertirse, jugaron al diábolo en los jardines de las Tullerías.
Realizaron vuelos ampliamente divulgados por la prensa en Fort Myers, donde
tuvieron su primer accidente grave –murió uno de sus colaboradores–, en San
Petersburgo, París y Berlín. En Pau fue tal el furor que despertaron que el hotelero no quiso cobrarles la estancia.
El rey Alfonso de España les estrechó la mano y se hizo fotografiar sentado en el
aparato:
El rey Eduardo de Inglaterra presenció un vuelo y el príncipe heredero insistió en volar al lado de ellos.
La lluvia de medallas había comenzado.
Fueron felicitados por el zar y por el rey de Italia y por los amantes de los deportistas y por los trepadores
sociales y por los títulos de la nobleza vaticana, y condecorados por una sociedad para la paz universal.
La aeronáutica se convirtió en el deporte de moda.
Los Wright, sin embargo, no parecían excesivamente impresionados por las
decoraciones ostentosas ni los galones ni las doradas medallas ni los desfiles de
caballos lujosamente ataviados; seguían siendo unos mecánicos que insistían en hacer ellos mismos el trabajo, y que llegaban incluso a llenar ellos mismos el tanque de la gasolina.
En 1911 volvieron a las dunas de Kitty Hawk con un nuevo planeador.
Orville se mantuvo en el aire nueve minutos y medio, hazaña que durante mucho tiempo constituiría todo un récord en vuelo sin motor.
El mismo año, Wilbur murió en Dayton de fiebre tifoidea.
Así, en la rápida sucesión de nuevos nombres: Farman, Blériot, Curtiss, Ferber, Esnault-Peltrie, Delagrange; en el mortífero zumbido de las bombas y el martilleo gimiente de la metralla y el brusco tableteo de las ametralladoras una vez que dejamos de oír los motores sobre
nuestras cabezas, y nos pegamos contra el barro y nos empequeñecimos agachándonos en las esquinas de muros derruidos, los Wright fueron desplazados de los titulares de los periódicos, pero ni los titulares de los periódicos ni el acre tizne del papel impreso ni la asfixia de las cortinas de humo o de gas ni la cháchara de los agentes en la bolsa ni el
ladrido de los millones ilusorios ni la oratoria de los oficiales de Estado Mayor al
depositar coronas de flores al pie de nuevos monumentos podrán enturbiar la memoria de un frío día de diciembre en que dos trémulos mecánicos de bicicletas de Dayton (Ohio)
vieron por vez primera cómo su artilugio casero, fabricado con maderos de nogal unidos con pegamento Arnstein para bicicletas y tensados con muselina cosida con la máquina de coser de su hermana en el
patio de su casa de Hawthorn Street, en Dayton (Ohio), se remontaba en el aire, por encima de las dunas y de la ancha playa
de Kitty Hawk.
Texto, extraído de "El gran dinero", de John Dos Passos.
Fotografías bajadas de la red.
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