BLOg DE NOTAS
Tom Brenner
New Jersey, EEUU
Fotografía bajada de la red. |
"Presidencial"
De la reelección del presidente
Cuando el jefe del poder ejecutivo es reelegido, es el propio estado el que intriga y corrompe. -El deseo de ser reelegido domina todos los pensamientos del presidente de los Estados Unidos. -Inconveniente de la reelección, especialmente en Norteamérica. -El vicio de las democracias es la sumisión gradual de todos los poderes a los deseos de la mayoría. -La reelección del presidente favorece este vicio.
Los legisladores en Estados Unidos ¿han hecho bien o mal en permitir la reelección del presidente?
Impedir que el jefe del poder ejecutivo pueda se reelegido parece, a primera vista, contrario a la razón. Es sabida la influencia que las dotes o el carácter de un solo hombre ejercen sobre el destino de todo un pueblo, tanto más en circunstancias difíciles y en épocas de crisis. Unas leyes que prohibieran a los ciudadanos reelegir a un primer magistrado les privaría del mejor medio de hacer prosperar al Estado o de salvarle. Además, se podría llegar así al extravagante resultado de que un hombre fuera excluido del gobierno precisamente en el momento en que acabara de probar que era capaz de gobernar bien.
Estas razones son poderosas, indudablemente, pero ¿acaso no pueden oponérselas otras más fuertes aún?
La intriga y la corrupción son vicio naturales de los gobiernos electivos. Pero cuando el jefe del Estado puede ser reelegido, estos vicio se extienden indefinidamente y comprometen la existencia misma del país. Cuando un simple candidato pretende medrar mediante la intriga, tiene un espacio limitado para sus maniobras. Pero si es el jefe del Estado el que entra en liza, emplea en provecho propio la fuerza del gobierno.
En el primer caso, se trata sólo de un hombre con débiles medios; en el segundo, es el Estado mismo, con sus inmensos recursos, el que intriga y corrompe.
El ciudadano corriente que emplea maniobras culpables para llegar al poder sólo de manera indirecta puede perjudicar a la prosperidad pública; pero si el representante del poder ejecutivo desciende a la lid, los intereses del gobierno se convierten para él en algo secundario; lo principal es su elección. Las negociaciones, como las leyes, no son para él sino combinaciones electorales; los puestos se convierten en otras tantas recompensas por servicios prestados, no a la nación, sino a su jefe. Aunque haya casos en que la acción del gobierno no sea contraria al interés del país, tampoco sirve ya a éste, a pesar de que debe ser su único fin.
Es imposible contemplar la marcha ordinaria de los asuntos públicos en los Estados Unidos sin percibir que el deseo de ser reelegido domina los pensamientos del presidente, que toda la política de su administración se dirige hacia ese punto; y, sobre todo, que a medida que la crisis se aproxima, el interés individual sustituye en su espíritu al interés general.
Así, pues, el principio de la reelección hace más extensa y peligrosa la influencia corruptora de los gobiernos electivos. Tiende a degradar la moral política del pueblo y a reemplazar el patriotismo por la habilidad.
En América, dicho principio ataca aún más de cerca las fuentes de la existencia nacional.
Cada gobierno lleva en sí un vicio natural que parece inherente al principio mismo de su vida; el genio del legislador consiste en discernirlo bien. Un Estado puede triunfar de muchas leyes malas, y a menudo se exagera el mal que éstas causan. Pero toda ley cuyo efecto es el de desarrollar ese germen de muerte no puede dejar, a la larga, de ser fatal, aunque sus malos efectos no se perciban inmediatamente.
El principio de ruina en las monarquías absolutas es la extensión ilimitada e irrazonable del poder real. Cualquier medida que hiciera desaparecer el contrapeso puesto por la Constitución a dicho poder sería, pues, radicalmente mala, aunque sus efectos no se dejaran sentir en mucho tiempo.
De la misma manera, en los países donde impera la democracia y donde el pueblo es el centro de todo, las leyes que hacen su acción cada vez más rápida e irresistible atacan de una manera directa la existencia del gobierno.
El mayor mérito de los legisladores americanos es de haber percibido claramente esta verdad y haber tenido el valor de ponerla en práctica.
Juzgaron que era preciso que, además del pueblo, hubiera un cierto número de poderes que, sin ser completamente independientes de él, gozasen, dentro de su esfera, de un grado de libertad bastante amplio, de tal suerte que, obligados a someterse a la dirección permanente de la mayoría, pudieran sin embargo luchar contra sus caprichos y negarse a sus peligrosas exigencias.
A tal efecto, concentrando todo el poder ejecutivo de la nación en una sola mano, dieron al presidente amplias prerrogativas y le armaron del veto para resistir los atropellos de la legislatura.
Pero al introducir el principio de la reelección, destruyeron en parte su obra. Han concedido al presidente un gran poder, pero le han quitado el deseo de hacer uso de él.
Si el presidente no fuera reelegible, no por eso sería independiente del pueblo, ya que seguiría siendo responsable ante él, pero el favor de los ciudadanos no le sería tan necesario como para plegarse en todos a sus deseos.
Siendo reelegible (y esto es verdad, sobre todo en nuestros días, en que la moral política se relaja y los grandes caracteres desaparecen), el presidente de los Estados Unidos sólo es un instrumento dócil en manos de la mayoría. Ama lo que ésta ama, odia lo que ella odia, se anticipa a su voluntad, previene sus quejas, se doblega a sus menores deseos; los legisladores pretendieron que él la guiara, y es él quien la sigue.
Así, para no privar al Estado del talento de un hombre, han hecho casi inútil ese talento, y para poder contar con un recurso en circunstancias extraordinarias, han expuesto al país a un peligro constante.
Fotografías y título de Tom Brenner.
Texto, extraído de "La democracia en América", de Alexis de Tocqueville.
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