domingo, 26 de marzo de 2017

"René Maltête"






BLOg DE NOTAS





René Maltête
Francia, 1930-2000.




Fotografía bajada de la red.


























          Una habitación. Se oye un disco, la Segunda Sinfonía de Brahms. Alguien la tararea. Vuelven unos pasos que se alejaban. Alguien abre una botella y se sirve una cerveza.

          Un momento... ya viene... ¡Ahora! ¿Lo oye? ¡Ya! ¡Ahora! ¿Lo oye? Pronto volverá, el mismo pasaje; espere un momento.
          ¡Ahora¿ ¿Lo oye? Me refiero a los bajos. A los contrabajos...
       
          Levanta el brazo del tocadiscos. Fin de la música.
     
          Éste soy yo. O, mejor dicho, nosotros. Mis colegas y yo. La orquesta nacional. La Segunda de Brahms es impresionante. En aquella ocasión éramos seis, un conjunto de fuerza mediana. En total somos ocho. De vez en cuando vienen de fuera y llegamos a diez. Incluso hemos llegado a ser doce, lo cual es muy fuerte, se lo aseguro, muy fuerte. A doce contrabajos, si ellos quieren -en teoría, claro-, no se les puede mantener a raya ni con toda una orquesta. Aunque sólo sea físicamente. Los otros no tienen nada que hacer. De hecho, sin nosotros no se puede empezar nada. Puede usted preguntarlo a cualquiera. Cualquier músico le confirmará gustosamente que una orquesta puede prescindir del director, pero no del contrabajo. Las orquestas han tocado sin directores durante siglos; en la historia de la evolución musical, el director es un invento muy reciente. Del siglo XIX. Yo también puedo confirmarle que incluso nosotros, los de la orquesta nacional, solemos tocar sin hacer el menor caso del director. O pasándolo por alto. A veces tocamos pasando por alto al director sin que él se de cuenta. Le dejamos dar pinceladas en el aire hasta que se cansa, mientras nosotros pateamos el suelo con las botas. No con el Director General de Música, pero sí casi siempre con el director de una orquesta invitada. Son placeres muy secretos que casi no se deben mencionar. En cualquier caso, esto es marginal.
         Por el otro lado, en cambio, es imposible concebir una orquesta sin contrabajo. Puede incluso decirse que la orquesta -una definición, ahora- no existe hasta que tiene un bajo. Hay orquestas sin primer violín, sin instrumentos de viento, sin timbales y trompetas, sin nada. Pero no sin bajo.
          Con todo esto quiero llegar a la afirmación de que el contrabajo es, con mucho, el instrumento más importante de la orquesta. Aunque no sea considerado como tal.
          Sin embargo, forma toda la estructura básica orquestal sobre la que debe apoyarse el resto de la orquesta, director incluido. El bajo viene a ser, por consiguiente, los cimientos sobre los que se levanta todo este magnífico edificio. Prescinda del bajo y reinará la más absoluta confusión babilónica de lenguas, una Sodoma donde nadie sabe ya por qué hace música. Imagínese -por ejemplo- la Sinfonía en Si Menor de Schubert sin bajos. Evidente. Puede olvidarse de ella. Puede olvidarse de toda la literatura orquestal desde la A a la Z -y de todo lo que quiera: sinfonías, óperas, recitales- si no tiene contrabajos. ¡Y pregunte a un músico de orquesta cuándo empieza a extraviarse! ¡Pregúnteselo! Cuando deja de oír el contrabajo. ¡Un fiasco! En una banda de jazz todavía resulta más conspicuo. Cuando se excluye el bajo, la banda de jazz -ahora en sentido figurado- se desintegra como en una explosión. Todo deja de tener sentido para el resto de los músicos. Por otra parte, yo rechazo el jazz, así como el rock y otras cosas similares, como artista educado en el sentido clásico de lo bello, lo bueno y lo verdadero, nada me ofende más que la anarquía de la improvisación libre. Pero esto es marginal.
          Sólo quería dejar bien sentado que el contrabajo es el instrumento central de la orquesta. En el fondo lo sabe todo el mundo, solo que nadie lo confiesa abiertamente porque el músico de orquesta es por naturaleza un poco celoso. ¿Acaso le gustaría a nuestro primer violín admitir que sin el contrabajo es como un emperador sin ropaje, un símbolo ridículo de la propia vanidad e insignificancia? No le gustaría nada, nada en absoluto. Si me permite tomar un sorbo...

          Bebe un sorbo de cerveza.




























Fotografías de René Maltête.
Texto, extraído de "El contrabajo", de Patrick Süskind.






martes, 21 de marzo de 2017

"Ouka Leele"






BLOg DE NOTAS




Ouka Leele (Bárbara Allende Gil de Biedma)
Madrid, 1957.





Autorretrato.
















          De entre toda la gente que nos había escrito habíamos nombrado coordinador del Ajo-Madrid a un joven estudiante de medicina que había nacido en un pueblo de Asturias. Se llamaba Tino Blanco. Era un principiante inquieto que no iba de nada y que insistía en que la revista se conocía poco, que sonaba lejana y confundía, por sus extraños contenidos, a los pocos lectores madrileños. <<Los temas tratados no se entienden, nadie sabe quiénes son los conceptuales y aquí, cómo vamos a ser contraculturales si ni siquiera hay cultura.>> Tino había reunido a un grupo de estudiantes para crear una red de colaboradores. Pasé algunas horas por los bares estudiantiles de la calle Princesa y por Moncloa debatiendo o desbarrando con ellos. Recuerdo a Gustavo Bernal, a Fernando Gálligo Estévez, el más entusiasta, a Diego Muñoz... <<Hay que insistir en la necesidad de un cambio general para establecer las condiciones mínimas de creación.>> <<El Ajo es un refugio para masturbar mentalmente en este país de expresión controlada y castración intelectual.>> <<No se puede decir: ha sonado la hora del cine libre, el cine está en la calle, no metáis la vida en el cine, llevad el cine a la vida. Tomad una cámara y mirad a vuestro alrededor... cuando los cineclubs de aquí se encuentren con que no les autorizan películas o las distribuidoras exigen precios desorbitados por las más interesantes.>> <<Si pretendéis llegar a la gente hay que concretar problemas y necesidades. Hay que hablar de las comunas y hacer la crítica a la familia, hay que hablar de las diferentes culturas de España, de teatro, de la antipsiquiatría, de la revolución sexual, de una universidad democrática y de todas aquellas cosas que nos pueden ayudar a dar luz a la oscuridad.>> Yo me inventé un eslogan o lo copié de algún lugar, no sé bien, para salir de aquel embrollo: <<Da lo que te sobra y pide lo que te falta>>.







          Pasé una tarde repartiendo revistas por las facultades y colegios mayores, que en Madrid había muchos, y acabé con Moncho Alpuente, que había dejado de dirigir Mundo Pop para TVE. Moncho conocía los secretos del Madrid underground y me llevó a a un garito que había abierto hacía poco; se llamaba La Vaquería y estaba en la calle Libertad. Era un local abigarrado, informal, con tapices marroquíes, dibujos y poemas en los sobres de las mesas protegidos con cristal. Un montón de cuadros y fotografías colgaban de las paredes y en la puerta había dibujada una vaca: Moncho me aclaró que hasta hacía poco había sido una vaquería de verdad. El lugar, con sus diferentes niveles y sus grandes sofás recordaba a La Enagua de Barcelona o alguno de Ibiza. Los poetas, cantantes, hippies, freaks e intelectuales que corrían eran castizos, progres, densos... Moncho me presentó a un tal Emilo Sola y a una poetisa argentina que se llamaba Luisa Futuranski. Emilio era uno de los popes del colectivo que había hecho posible el antro de la calle Libertad y estaba eufórico. Contó que bajo aquel techo estaba naciendo cultura viva, que se iba a ir a Argelia una temporada y que le gustaba investigar la historia de pueblos oprimidos como el palestino. Al poco se sentó a la mesa de unos árabes que estaban jugando al dominó y la Futuranski empezó a recitarme unos poemas de Alejandra Pizarnik que se me quedaron grabados durante mucho tiempo. <<Sin ti el sol cae como muerto abandonado.>> En algún momento el ambiente distendido se tornó agrio, tenso. La gente cambió de postura y la inquietud se apoderó del local. No se sabía si iba a venir la policía a desalojarnos.
          El humor de aquella gente estaba en las antípodas del ambiente organizado, frívolo y libertino que respiraba mi ciudad. Por supuesto que me animó conocer La Vaquería: no era difícil predecir que allí se iba a liar una gorda. Hoy, treinta años después, me pregunto por qué no describíamos en la revista lo que se vivía allí en 1975. Sólo me cabe una respuesta: por temor a que la policía o la ultraderecha utilizaran los escritos para acabar con lugares así. Cambio 16, Triunfo o el diario Informaciones hablaban de ellos pero sin contar cómo corría la marihuana, cómo se ligaba y cómo nacía el destape homosexual. Tampoco contaba que los que los frecuentaban asiduamente se contagiaban y multiplicaban sus rupturas. Nosotros sólo quisimos citar aquellos centros de reunión, adjuntando una breve coletilla en clave, en una sección nueva que Fernando Mir llamó <<Info ciudades>>: locales, actividades, personas, nuevos colectivos, librerías, cineclubs...









          Antes de emprender viaje rumbo a Valencia tuve una cita en el pub Dickens con un amigo de Agustín García Calvo que había traducido a Cioran. Según el filósofo exiliado, Fernando Savater era una de las plumas jóvenes más brillante de Madrid. Quedamos en el bar donde solía tomar el aperitivo con un grupo de admiradores. Le conté nuestra pequeña aventura con familiaridad al saber que también era amigo de Maria José Ragué y de Luis Racionero. Cada otoño, un grupo de filósofos jóvenes, amantes del buen vino, del buen comer y del LSD, solían ir a una fiesta de la vendimia en la Borgoña francesa. Luis comentaba estos viajes dionisiacos -célebres en los círculos heterodoxos- con todo lujo de detalles. Insistí a Savater que nuestro proyecto era abierto y que despegaba con alas de quienes pretendían crear un mundo mejor sin élites ni jerarquías: <<Buscamos complicidades>>. Fernando se molestó: <<Yo no voy de anarquista solidario, me horroriza la contracultura y no busco creencias. Yo vivo en la cultura que se hace preguntas sin esperar respuestas. Pienso que la gente debería leer con intensidad y dejar de defender ideas superadas o muertas>>. Uno de los que le acompañaban, que iba con perilla, delgado y pelirrojo, se quedó mirándome con resignación. Fernando rezumaba un individualismo atroz y disparó un montón de dudas con un lenguaje sorprendentemente adjetivado entre risotadas de ogro de Walt Disney. De pronto echaba la cabeza hacia atrás, te apuntaba a los ojos con su barbita de sultán y se acariciaba el cuello con la palma de su mano.




          Salí del Dickens sin comprender por qué García Calvo me había animado a pedir colaboración de aquel egoísta erudito. Desesperanza, nihilismo, premios literarios, académicos de la lengua, filósofos parisinos, glorias universales, Voltaire, Diderot... Aquella corte, engreída como cualquier grupo en busca de combustible para la fama, se había apostado en la esquina opuesta. Sin embargo, Fernando me cayó bien. Al llegar a la pensión Compostela, tras el el edificio de Telefónica de la Gran Vía, llamé a Toni. <<Fernando Savater no va a colaborar porque piensa que somos creyentes y él va de ateo y busca la gloria.>> Toni sabía quién era y me preguntó qué tal con Labordeta en Zaragoza. <<Esta noche es la última en Madrid y voy a ir solo a Cerebro, Tito's, Stone's... quiero callejear.>> Necesitaba husmear a mi aire. Cogí el metro sin mirar la línea, me bajé lejos y cené en algún lugar castizo al oeste de la ciudad -no sé si aquello era Vallecas- donde cacé algunos comentarios interesantes. Los efectos de la crisis económica estaban despertando al mundo obrero.








          Acabé la noche en el centro, en la discoteca Stone's, que estaba casi desierta. Un estudiante me dio conversación. Era de Valladolid y pasaba un par de días en la capital. Le hablé de la revista y acabamos en la pensión. ¡Qué libre y relajado me sentí! En Madrid gozabas de una sexualidad espontánea y cariñosa que en Barcelona jamás viví con naturalidad. La contradicción entre lo que se respiraba en ambas ciudades era apabullante y por la mañana le conté al muchacho, desayunando porras con chocolate, que en la liberal Barcelona el sexo efectivo estaba vetado en el ambiente homosexual, un mundo donde reinaban el morbo y los prejuicios. Madrid, pese a todo, era una ciudad abierta que te acogía en su seno sin preguntare jamás: ¿de dónde eres?





Fotografías de Ouka Leele.
Texto, extraído de "Los '70 a destajo", de Pepe Ribas.



lunes, 13 de marzo de 2017