OPINION.es
“Verso suelto”
“This photograp is my proof”
Duane Michals
¿Qué ves? Ésa era la pregunta. Hasta entonces miraba, pero no veía. Y el mirar me producía una suerte de desasosiego, como un sarpullido apenas naciente pero aún no perceptible. Y aquél tránsito del mirar a la palabra fue confirmación de un anterior presentimiento, del pretérito instinto, advocación del destino. Es imposible la narración categórica de una fotografía, cualquiera, incluso la documental agarrada a su pie de foto no es más que una interpretación, subjetiva, partidista, interesada, y sin embargo al trabajar con el barro de la realidad su magnánima y desbocada sugestividad para provocar una cualquiera cascada de narraciones independientes de su certeza u objetividad es uno de sus mejores parabienes. Aquél cálido verano de la sierra turiasonense nos hallábamos una veintena de pupilos encerrados en el aula frente a la luminosa proyección de la insinuante imagen “This photograp is my proof” de Duane Michals, y aunque la pregunta flotó en el aire por segundos se podía aún más palpar el apocamiento que siempre se produce cuando el ponente ofrece al público trocar su anonimato por el protagonismo. Y aunque no es mi caso el ser osado, valiente o ni siquiera aventurero, no había acudido a aquel seminario a perder el tiempo, así que, tras unos instantes donde comprobé que las estaturas de los otros decrecían en sus asientos en pos de una imposible invisibilidad, hablé:
“Amor. Es una fotografía que habla sobre el amor. Se ve una pareja, en una habitación, sobre una cama, y eso es todo. El sonríe, un poco orgulloso, y ella le abraza, desde atrás, pero al fin no hay más. Esto que se esconde detrás de todas las ilusiones, los sueños precedentes, las esperanzas pretéritas, una compaña, en un lugar compartido, el consuelo de la solitaria aventura”.
Ignoro si el silencio que siguió a mi intervención fue debido a un celo de conformismo o a una desbordada reprobación, lo cierto es que el docente cumplió con mis desmesuradas expectativas y recondujo el seminario sobre sus parámetros teóricos-ontológicos de la Fotografía y todos pasamos así un finde muy intelectual y muy “cool”.
“Three in a Window”. 1959
Lutz Dille
Años después, una amiga y yo decidimos darnos un gusto al cuerpo y programamos un viaje al norte, a una ciudad con aire monárquico junto a un mar bravío, nosotros y nuestras ganas, sin olvidar nuestras cámaras además. Arribamos a un paisaje eternamente gris medio, post- y pre- lluvioso, un escenario saturado de tomas puestas ahí para ser arrebatadas y fijadas en los TRI-X que habíamos reservado a porrillo para la ocasión. Así que hicimos el amor, yantamos y paseamos. Y nada más placentero para aquellos dos tortolitos que deambular absortos de la mano de la cámara, tanto que tras algunas series al levantar la cabeza y despertar de algún extraño trance que produce la toma de fotografías teníamos que preguntarnos dónde se hallaba la dulce compañía, para después encontrarla igualmente absorta y maravillada contemplando una valla, ola o flor detrás del visor. Recuerdo haberme sentido llamado repentinamente por una fotografía sin objeto, sin sentido, una de nada, y tras capturarla desear compartirla y, aunque en aquel entonces fuese posible sólo como imagen latente, correr en busca de ella y hallarla sobre la hierba, con un guiño reconcentrado a través de la lente, en algo así como un súmmum de la dicha. Cuando la veía así me resultaba muy difícil interrumpirla, y aún más porque sabía que cuando se apercibiese de mi presencia se sonreiría como entre pudorosa y osada, pero sobre todo cómplice porque reconocería nuestro común éxtasis, dentro y fuera del hotel.
Hubo un tiempo pre-tecnológico, y por desgracia lo hemos olvidado. No es ni fue mejor ni peor, sólo distinto. Y aunque me subí al carro digital y adquirí nuevas cámaras, con todas sus ventajas e inconvenientes, las utilizo como aquellos viejos hierros de otros tiempos, recojo instantáneas para revelarlas y visualizarlas simplemente, aunque ahora se llame edición y no me vea exhortado a pasarlas a papel en un cuarto rojo-oscuro. Ese amor en mí persiste, puede que lo confunda con la costumbre, pero cuando me reencontré después de muchos años con la icónica imagen “Three in a Window” de Lutz Dille donde una pareja visualiza ilusionados unas diapositivas me vi inmediatamente transportado a todas aquellas sensaciones de entonces, cuando visualizar fotos en diapositivas era lo más “cool“ y una invitación a una cena y una habitación a oscuras para la posterior proyección era status de fotógrafo avanzado, o cuando al hacer una toma quedaba latente durante algún tiempo en dos lugares, el carrete y la imaginación. Entonces el hacer fotografías consistía en una excusa inocente para hacer un viaje, estar con ella, comer con ella, hablar con ella, en suma, hacer el amor con ella.
Warsaw, 1946
Michael Nash
Pesa sobre la fotografía el estigma de la documentación, y no es que tal connotación le resulte injusta, sino incompleta, el documento no deja de ser una interpretación, un estilo, por eso representar Auschwitz a todo color sería incongruente, siempre resultó más apropiado a tal drama el blanco y negro o la penuria de un día lluvioso. Pero es la fotografía efectivamente una herramienta complementaria para la catalogación de los hechos que conforman ese pasado histórico o personal y que desde la aparición de aquella se vio enriquecido por su cualidad taxonómica. Aunque no se puede obviar su tozuda característica de mudez, su incierta interpretación o incluso su facilidad para mentir, lo que la sitúa a la par de aquella otra documentación de acomodada interpretabilidad y arma de los más interesados o espurios intereses como es la propaganda. Pero aún sus inconvenientes y sobre todo gracias a sus cualidades se coló entre esa magna e inacabable bibliografía que supone la desalentadora Historia -con mayúsculas- de la humanidad, para acompañar, mostrar, testimoniar o certificar las luces y sombras de ésta. Tal vez mi mayor deseo sea no llegar a vivir ninguna guerra -¡qué egotismo tan particular cuando ahora mismo resuena el disparo de cualquier arma en algún rincón de este desafortunado planeta!-, bastan y me sobran sus perennes consecuencias, siempre eternas entre los hombres de buena y sobre todo mala voluntad. Sirva de ejemplo el de éste cainita meridional país donde continuamos odiándonos aviesamente como hermanos bíblicos a pesar de los años transcurridos desde nuestra incivil enfrentamiento. Desafortunadamente no nos apercibimos que el odio hace siempre más daño a quien lo profesa que a su oponente, además de no ser jamás argumento para alcanzar ninguna solución. Pero el hecho de no desear vivir ningún conflicto bélico ni me hace original, ni me inmuniza de su posibilidad ni de sus consecuencias, y mientras tanto he podido contar entre mis manos con la maravillosa aunque luctuosa posibilidad de recorrerlas través de los múltiples documentos fotográficos que nos han legado a diario esos osados reporteros de la cara más nefanda de la vida, multitudinarios certificados de aquellas desventuras hasta el punto de llegar al colectivo hartazgo o la inmunidad sensorial frente a ellas por saturación. Pero paralelos anónimos de aquellos contamos también con un selecto y minoritario grupo de fotógrafos de extraña osadía y voluntad frente a su particular devenir, ejecutantes de su oficio en medio de los campos de concentración como Henryk Ross en Lodz o Francisco Boix en Mauthausen, o la extraña pasión del retratista ambulante Michael Nash en medio de la devastación de Varsovia en 1946. Esta imagen resulta maravillosa porque adviene en el anverso de aquellas otras que se hacían tomar los que marchaban al frente para dejar la instantánea de su recuerdo frente a lo que pudiese suceder, mientras que en este caso pos-bélico la intención testimonial es frente a la supervivencia y hacia cualquier otro allegado que haya corrido afortunadamente la misma suerte tras ese colapso que supone el desvarío de tal hecatombe.
Aleksandr Malin
Frente a la suerte de toda destrucción para construir un mundo hay que ser optimista, y más que energía hay que poseer espíritu, y una relación es un mundo propio. Para mí atrás ya quedó el concierto para establecer una pareja, sea como en aquellos años decimonónicos que aún permanecen en culturas orientales o como aquí ahora donde se cimenta sobre el amor, frágil equilibrio. Sin embargo a mi nunca me interesó el hacer, llevar a cabo o construir -¡aunque tanto que me propuse el emular la costumbre!-, y sí sin embargo contemplar lo que hacían los demás, si bien por comparación y como conclusión a posteriori puedo apreciar que nada he hecho más que poseer la certeza de vivir de lleno el síndrome de Peter Pan frente a todo el resto de ellos, y aunque luego resulten ser unos especialistas ignorantes que saben mucho de poco y poco de mucho en el fondo me produce harta envidia su tal suprema ignorancia de tal hacer por hacer. La fotografía de Aleksandr Malin me retrotrae a aquella época donde todo estaba por llevarse a cabo, todo era esperanza, futuro, y el presente era tan sólo una sarta de juego intrascendente de un infante inconsciente. A edad temprana mi ocio consistía en la construcción virtual de frágiles calles de palillos que recorrían los pequeños vehículos que formaban mi colección y deseo, tal como la imagen de Malin. Pero que la vida no resulta un juego ya lo cinceló en verso Gil de Biedma, aunque nadie te advierte a priori que sea uno tan cruel sin embargo. Y sin apercibirte te ves arrollado por una vida que no posee estructura, que va y viene, caprichosa, capciosa, inconstante y veleidosa, que no tiene la forma conclusa de un libro ni el acabado de una pintura, ni siquiera el eterno final feliz de ninguna película, resulta pura incógnita, caos, imprevisión, y finalmente sólo decadencia. Sin posibilidad de retorno acogeremos finalmente a la nostalgia como frágil sucedáneo.
Cuando Platón narra el nacimiento de la escritura en su diálogo “Fedro” vaticinaba además a esa otra de luz, la foto-graphia, tan erudita ella en memoria, como en nostalgia. “El dios Theuth, creador de la escritura al presentarle al rey Thamos su invento le dijo: “Este conocimiento oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría. Pero el rey respondió: oh artificiosísimo Theuth, a unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él, y ahora tú precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues un fármaco de la memoria lo que has hallado sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar, porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad".
A cierta edad si necesitas la ficción mediática para ser consciente de ciertas realidades, de qué va la vida por ejemplo, es que has desperdiciado la mayor parte de tu tiempo. Pero así mismo ser consciente de ello no es contradictorio como recordatorio a aquella imberbe sensación de seguir sin saber que hacer con ella, sólo que ahora puedes reafirmarte que no hiciste nada porque nada mereció la pena, aún la lástima que produce al pensar que a pesar del tanto tiempo transcurrido poco haya variado la duda, sin menoscabo del poco resto que quede. Ahora fotografío por el sencillo placer de hacer fotos, y mirarlas después, por el hedonista goce de estar entre ellas, jugar para ellas. Fotografío para mi, para aprender sin saber bien qué, o para relacionarme con ese mundo hostil y creerme un imposible acomodo tardío a él, o para revivir entre nostalgias la búsqueda de un tiempo perdido que nunca volverá, o ni siquiera eso, sino que sea para continuar un poco más en la brecha de un juego macabramente marcado donde “la pregunta es la forma suprema del saber” como bien sentenció Heidegger, que es lo que presiento como único me llevaré a la tumba. O simplemente porque cada vez me encuentro más cerca de la propuesta que propuso Cortázar: “Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es hacer fotografías”. O porque ellas sirvan en mi soledad a mi olvido tal como el rey Thamos alegó, más que de memoria.
London (Belsize Crescent), 1951-1952
Robert Frank
Tiene razón Mary MacLane cuando sentencia: “Si hay algo en el mundo más amargo que la muerte… es la vida”, sin embargo ella está ahí, permanente, evidente, acechante, y ese vacío eterno perturba el mañana de los que aún esperamos y al pasado por aquellos que se fueron. Un día estaba, al siguiente me llegó la noticia, marchó. Lo último que supe de ella fue una fotografía que tomó desde la ventana de un autobús en un día lluvioso, sarcástico para su último viaje. Es extraño, puedes no llorar por alguien cercano mientras que una banal ficción mediática te sumerge en un mar de desasosiego. Aunque realmente no es así, el choque emocional que te produce la luctuosa desaparición de una relación íntima te impide la espontaneidad como medio de protección, el cual es posible reflejarse, expresarse y desbordarse por una postrera nimiedad accidental y circunstancial. No sabemos de antemano cómo reaccionaremos, es más, nunca somos el mismo así que cada ocasión la resolveremos de forma distinta. Es extraña la muerte, pero más aún cómo respondemos ante a ella. Por suerte conservo el más bello retrato que le tomaron a ella entre ruinas de felicidad como último símbolo de supervivencia emocional entre lo que sucedió entre nosotros antes de.
Y como esta sociedad se ha dedicado sistemática y progresivamente a ocultarla, hemos delegado su conocimiento en ese sucedáneo de realidad que suponen las imágenes fotográficas, para así parecer alcanzar lo inalcanzable. La representación de la muerte en el medio está presente casi desde sus inicios, la puesta en escena del supuesto suicidio de Hippolythe Bayard, o el precedente de Mathew B. Brady y Alexander Gardner en la Guerra Civil Estadounidense que inauguró todo un género, o la también muy popular fotografía de difuntos de la época Victoriana y su postrera revisión a fines del pasado siglo de Andrés Serrano en la morgue. Pero por sobre todas ellas para mí siempre ha habido una imagen como metáfora visual de la muerte, y es la fotografía de Robert Frank que deja ver a una niña huyendo calle abajo del fúnebre presagio que abre y ofrece la suerte con la forma de auto receptor. Es no sólo el vaticinio de un destino, el miedo a ella, su funesta e inevitable llamada, sino además porque el soporte en sí mismo es la suprema metáfora: cualquier fotografía es mensajera sutil de nuestra efímera condición, pues como sabe todo entomólogo del medio no tan sólo preserva del tiempo sino también lo aniquila, no tan sólo nos recuerda sino además aboca para el olvido, no tan sólo atrapa un mínimo instante, también lo eterniza, como la misma muerte. Así que realmente lo que calladamente siempre deseé fue parar a este caballo desbocado que resulta el tiempo, a es rio infinito, fluyente eterno, dejar que en vez de salvaje transcurriese calmado, apocado, suave, acogedor, al menos por alguna vez. Aunque inevitablemente reconozco que realmente tan sólo somos esos seres absolutamente prescindibles, fugaces y reemplazables, el frágil eslabón de una cadena in-finita (?).
Ray Metzker
Pero la vida es como es, gradientes de luz y sombras, blanco y negro o/y a todo color, parece ficción pero es real. Si volviese a ser aquel verano de los cursos en la sierra y tuviera por contra ahora que leer la imagen de Ray Metzker diría que es la alegoría y contraposición de aquella otra de Duane Michals, su antítesis. O eterna premonición, cruda realidad frente a la anhelante ilusión, lo que resulta ser frente a lo que debiera ser, el contraste entre la resultante prosaicidad frente a aquella ilusionante poesía inicial. Los ojos ya no son los mismos, la mirada recorrió toda una vida, la mía, y en ella se asentó una realidad sin cursiva, una lástima predicha. Un hombre, una mujer, él la da la espalda, ella camina tras él, éste con orgullo, aquélla cabizbaja; si me preguntaran ahora qué veo diría:
“Resignación. Luces y sombras, que delimitadas por la compartimentación de la instantaneidad fotográfica insinúan toda soledad, toda imposibilidad de empatía real, lo falsario del amor o la mentira del vivir”.
A nosotros nos hubiese sucedido igual, el tiempo nos habría desgastado, corroído nuestras ilusiones y esperanzas, se habría apoderado de todo el amor, o puestos en el peor de los casos te hubieses percatado del bufón que resulto ser para sobrevivir este desvarío. O puede que el destino nos tenía reservado ésa universal palmaria verdad, nacer solos, vivir solos y morir solos, o que tan sólo fuera una trampa porque “La soledad es peligrosa, es adictiva. Una vez que te das cuenta de cuánta paz hay en ella, no quieres lidiar con la gente” y Carl Jung sea uno más de todos esos farsantes que pareciendo construir al fin sólo destruyen. Y es por todas estas sutiles aunque vagas e inconcretas insinuaciones que la fotografía posee ese estatus de maravilla, lo que frente a la cámara fugazmente sucedió y pereció en ellas resulta paradójico y eterno, lo que resulta ser más que la vida misma. Al menos desde el invento de la fotografía podremos dejar ese otro rastro. Quizá esté equivocado también con la guerra y suponga un acatamiento comunal de la banalidad, una catarsis donde hacer borrón y cuenta nueva, una lotería para dejar a unos pocos ganadores que continúen su estúpido curso, una aceptación de destino a vida o muerte, y así los que después queden puedan decir que tal vez fue la única ocasión de sus vida con alguna razón para vivir. O puede que mirar a través de y dejarse abrasar por la mirada de un objetivo no sólo persiga a la nostalgia sino que además sea un desdoblarse en pos de una razón, la revelación de una osadía frente al reto de la luz que inmisericorde nos desviste gradualmente hasta nuestras tumbas, el retrato inútil del encarar un vía crucis único e irrepetible.
Texto de enriqueponce.
Fotografías de los autores citados.
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