Adolfo Suárez, fotografía de Alberto Schommer. |
"Epílogo de una novela"
A mediados de marzo de 2008 leí que según una encuesta publicada en el Reino Unido la cuarta parte de los ingleses pensaban que Winston Churchill era un personaje de ficción. Por aquella época yo acababa de terminar el borrador de una novela sobre el golpe de estado del 23 de febrero, estaba lleno de dudas sobre lo que había escrito y recuerdo haberme preguntado cuántos españoles debían de pensar que Adolfo Suárez era un personaje de ficción, que el general Gutiérrez Mellado era un personaje de ficción, que Santiago Carrillo o el teniente coronel Tejero eran personajes de ficción. Sigue sin parecerme una pregunta impertinente. Es cierto que Winston Churchill murió hace más de cuarenta años, que el general Gutiérrez Mellado murió hace menos de quince y que cuando escribo estas líneas Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y el teniente coronel Tejero todavía están vivos, pero también es cierto que Churchill es un personaje de primer rango histórico y que, sin bien Suárez comparte con él esa condición al menos en España, es dudoso que lo hagan el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, no digamos el teniente coronel Tejero; además, en tiempos de Churchill la televisión no era aún el principal fabricante de realidad a la vez que el principal fabricante de irrealidad del planeta, mientras que uno de los rasgos que define el golpe del 23 de febrero es que fue grabado por televisión y retransmitido a todo el planeta. De hecho, quién sabe si a estas alturas el teniente coronel Tejero no será sobre todo para muchos un personaje televisivo; quizá incluso Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo lo sean en alguna medida, pero no en la misma que él: aparte de los anuncios de grandes cadenas de electrodomésticos y las carátulas de programas de chismorreo que prodigan su estampa, la vida pública del teniente coronel golpista está confinada a los pocos segundos repetidos cada año por televisión en que, tocado con su tricornio y blandiendo su pistola reglamentaria del nueve corto, irrumpe en el hemiciclo del Congreso y humilla a tiros a los diputados reunidos allí. Aunque sabemos que es un personaje real, es un personaje irreal; aunque sabemos que es una imagen real, es una imagen irreal: la escena de una españolada recién salida del cerebro envenenado de clichés de un mediano imitador de Luis García Berlanga. Ningún personaje real se convierte en ficticio por aparecer en televisión, ni siquiera por ser sobre todo un personaje televisivo, pero es muy probable que la televisión contamine de irrealidad cuanto toca, y que un acontecimiento histórico altere de algún modo su naturaleza al ser retransmitido por televisión, porque la televisión distorsiona el modo en que lo percibimos (si es que no lo trivializa o lo degrada). El golpe del 23 de febrero convive con esa anomalía: que yo sepa, es el único golpe en la historia grabado por televisión, y el hecho de que haya sido filmado es al mismo tiempo su garantía de realidad y su garantía de irrealidad; sumada al asombro reiterado que producen las imágenes, a la magnitud histórica del acontecimiento y a las zonas de sombra reales o supuestas que todavía lo inquietan, esa circunstancia quizá explique el inaudito amasijo de ficciones en forma de teorías sin fundamento, de ideas fantasiosas, de especulaciones noveleras y de recuerdos inventados que lo envuelven.
Portada del diario "El Alcázar" del día 24 de Febrero de 1981. |
Pongo un ejemplo ínfimo de esto último; ínfimo pero no banal, porque guarda precisamente relación con la vida televisiva del golpe. Ningún español que tuviera uso de razón el 23 de febrero de 1981 ha olvidado su peripecia de aquella tarde, y muchas personas dotadas de buena memoria recuerdan con pormenor -qué hora era, dónde estaban, con quién estaban- haber visto en directo y por televisión la entrada en el Congreso del teniente coronel Tejero y sus guardias civiles, hasta el punto de que estarían dispuestas a jurar por lo más sagrado que se trata de un recuerdo real. No lo es: aunque la radio retransmitió en directo el golpe, las imágenes de televisión sólo se emitieron tras la liberación del Congreso secuestrado, poco después de las doce y media de la mañana del día 24, y apenas fueron contempladas en directo por un puñado de periodistas y técnicos de Televisión Española, cuyas cámaras grababan la sesión parlamentaria interrumpida y hacían circular aquellas imágenes por la red interior de la casa a la espera de ser editadas y emitidas en los avances informativos de la tarde y en el telediario de la noche. Eso fue lo que ocurrió, pero todos nos resistimos a que nos extirpen los recuerdos, que son el asidero de la identidad, y algunos anteponen lo que recuerdan a lo que ocurrió, así que siguen recordando que vieron el golpe de estado en directo. Es, supongo una reacción neurótica, aunque lógica, sobre todo tratándose del golpe del 23 de febrero, donde a menudo resulta difícil distinguir lo real de lo ficticio. Al fin y al cabo hay razones para entender el golpe del 23 de febrero como el fruto de una neurosis colectiva. O de una paranoia colectiva. O, más precisamente, de una novela colectiva. En la sociedad del espectáculo fue, en todo caso, un espectáculo más. Pero eso no significa que fuera una ficción: el golpe del 23 de febrero existió, y veintisiete años después de aquel día, cuando sus principales protagonistas ya habían tal vez empezado a perder para muchos su estatuto de personajes históricos y a ingresar en el reino de lo ficticio, yo acababa de terminar el borrador de una novela en que intentaba convertir el 23 de febrero en ficción. Y estaba lleno de dudas.
Teniente coronel Tejero durante el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados, fotografía de Manuel Pérez Barriopedro. |
Título y texto, extraídos del prólogo de la novela "Anatomía de un instante", de Javier Cercas.
Fotografías de los autores reseñados.
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