Tamara de Lempicka
Varsovia, Polonia. 1898-1980
Fotografía bajada de la red. |
¿Era de extrañar que toda una generación joven mirara con rencor y desprecio a sus padres, los cuales se habían dejado arrebatar primero la guerra y luego la paz, que lo habían hecho todo mal, que no habían previsto nada y se habían equivocado en todo? ¿No era comprensible que hubiera desaparecido en la nueva generación cualquier tipo de respeto? Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y en los maestros; leía con desconfianza cualquier decreto, cualquier proclama del Estado. La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había de empezar un mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los ámbitos de la vida. Y, naturalmente, los comienzos fueron impetuosos, exagerados y hasta brutales. Todos y todo lo que no era de la misma edad era considerado como caduco. En vez de viajar con los padres, como antes, rapazuelos de once y doce años, en grupos organizados y sexualmente bien instruidos, cruzaban el país como <<aves de paso>> en dirección a Italia o al mar de Norte. En las escuelas, siguiendo el modelo ruso, se creaban sóviets escolares que controlaban a los maestros e invalidaban los planes de estudio porque los niños debía y querían aprender sólo aquello que les venía en gana. Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente, incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los sexos. Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales. Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también el arte. La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua. Se suprimieron los artículos determinados, se invirtió la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas, con interjecciones vehementes; además, se tiraba a la basura toda la literatura que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política. La música buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; la arquitectura volvía las casas del revés como un calcetín, de dentro a afuera; en el baile el vals despareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia; en el teatro se interpretaba Hamlet con frac y se ensayaba una dramaturgia explosiva. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes que querían dejar atrás, de un solo y arrojado salto, todo lo que se había hecho y producido antes; cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones; por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de este caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presas del pánico de quedar atrasados y ser considerados <<inactuales>>, con desesperada rapidez se maquillaron de fogosidad artificial e intentaron, también ellos, seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios. Honrados y formales académicos de barba blanca repintaban sus <<naturalezas muertas>> de antes, ahora invendibles, con dados y cubos simbólicos, porque los directores jóvenes (en todas partes los buscaban jóvenes ahora, y cuanto más jóvenes mejor) retiraban todos los demás cuadros de las galerías por demasiado <<clacisistas>> y los llevaban al depósito. Escritores que durante décadas habían escrito en alemán claro y cuidado ahora troceaban obedientemente las frases y se excedían en el <<activismo>>; flemáticos consejeros privados de Prusia daban lecciones sobre Karl Marx; antiguas bailarinas de la corte interpretaban, casi completamente desnudas y con <<fingidas>> contorsiones, la Appassionata de Beethoven y la Noche transfigurada de Schönberg. Por doquier la vejez corría azorada en pos de la última moda; de repente no había otra ambición que la de ser joven e inventar rápidamente una tendencia más actual que la de ayer, todavía actual, más radical todavía y nunca vista.
Obra de Tamara de Lempicka.
Texto, extraído de "El mundo de ayer", de Stephan Zweig.
No hay comentarios:
Publicar un comentario