domingo, 1 de octubre de 2017

"George Grosz"






ARTEsana









Georg Ehrenfried Grob (George Grosz)
Berlín, Alemania. 1893-1959



Fotografía bajada de la red.










          Llegué a Berlín el día de las ominosas elecciones del Reichstag, el 14 de septiembre de 1930. Era el tercer momento decisivo de mi carrera de adulto, y cada uno de los tres había coincidido con una fecha simbólica. Me había ido de mi casa a Palestina el 1 de abril, el día de los Inocentes, en 1926. Había llegado a París el día que conmemora el comienzo de la Revolución francesa, el día de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1929. Y llegué a Berlín el día que se proclamó el principio del fin para la República de Weimar y el comienzo de la barbarie en Europa.
          Hasta el 14 de septiembre, el partido Nacionalsocialista tenía doce escaños en el Parlamento alemán. Después de ese día, ciento siete. Los partidos del centro quedaron aplastados. El Partido Demócrata casi había desaparecido. Los socialistas habían perdido nueve escaños. Los comunistas habían aumentado su caudal de votos en un cuarenta por ciento, los nazis en un ochocientos por ciento. El golpe final se acercaba. Ocurrió treinta meses después.
          El día siguiente de las elecciones me hice cargo de mi nuevo nombramiento en el imponente edificio de la Kochstrasse. Todo el mundo estaba todavía desconcertado. Tuve que hacer visitas de cortesía a los directores de los cuatro periódicos y de una decena de semanarios y revistas mensuales, todos alojados en la segunda y la tercera planta de ese único edificio laberíntico. Me daban la mano desganadamente, con mirada ausente. Uno o dos me dijeron con una sonrisa de desagrado: <<¿Por qué diablos no se quedó usted en París?>>.
          La llegada de un nuevo director de la sección científica en ese momento tan especial les parecía a todos notablemente cómica.
          Después de unos días el pánico disminuyó y el personal de la Kochstrasse, como toda la población de Alemania, se dispuso a reanudar sus tareas como de costumbre en un país que se había convertido en un campo minado. El tictac de los mecanismos detonadores era a unas veces más audible, y otras menos. Pronto nos acostumbramos, y todavía faltaban treinta meses para el final. (Exactamente lo mismo ocurre ahora, mientras escribo esto, en el verano de 1951. Se oye el tictac de los mecanismos detonadores, pero ya casi no los escuchamos. Tal vez treinta meses, tal vez más, tal vez menos...)
          Más de la mitad de los empleados del edificio de la Kochstrasse eran judíos. La otra mitad no tuvo tampoco mejor suerte, más tarde. El personal del Ullstein era la bête noire del doctor Goebbels. Defendíamos todo lo que él odiaba: <<cosmopolitismo sin raíces>>, <<pacifismo judío>>, <<plutodemocracia>>, <<decadencia occidental>>, <<literatura de albañal>>. Mutatis mutandis...
          Cada uno reaccionaba ante la inminencia del apocalipsis de acuerdo con su temperamento. Estaban los optimistas de nacimiento. Estaban los que decían: <<No pueden ser tan malos como cuentan>>. Y los que decían: <<Son demasiado débiles, no pueden hacer nada>>. Y los que decían: <<Son muy fuertes, hay que aplacarlos>>. Y los que decían: <<Usted se asusta de un fantasma, tiene la manía de la persecución, está histérico>>. Y los que decían: <<El odio no conduce a nada, hay que tratarlos con simpatía y comprensión>>. Y los que decían simplemente: <<No puedo creerlo>>.
          Treinta meses es mucho tiempo. Hubo altibajos. Las elecciones se sucedían con un ritmo creciente y febril. Los votos de los nazis aumentaban a pasos agigantados, pero de vez en cuando sufrían alguna derrota sin importancia y todo el mundo respiraba con más libertad. Se produjo una gran purga en el seno del partido, que provocó la desaparición de Gregor Strasser y que según se decía los había debilitado tanto que ya no podían hacer nada serio. Hubo un momento en que los partidos democráticos parecieron despertar de su complacencia y la policía prusiana llegó a a arrestar realmente a algunos miembros de los Camisas Pardas. Y también se produjo la derrota electoral de Hitler, aunque de poca importancia, en noviembre de 1932, que provocó una oleada de euforia justamente un poco antes del derrumbe total.
          Cuando todo había pasado, la gente se preguntaba: ¿cómo pudimos ser tan imbéciles para quedarnos con los brazos cruzados cuando el resultado era tan evidente? La respuesta es que hubo altibajos, y que el desastre tardó treinta meses en producirse, y que, a causa de la inercia de la imaginación humana, para la mayoría de la gente no era evidente.















Obra de George Grosz.
Texto, extraído de "Memorias", de Arthur Koestler.




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