viernes, 1 de septiembre de 2017

"Anders Petersen"






BLOg DE NOTAS





ANDERS PETERSEN
Solna, Suecia. 1944



Fotografía bajada de la red.








"Café Lehmitz"























          -El pianista.
          -Y dale con el pianista.
          -Ya has oído a Fisas. Ha tocado un fragmento de Mompou. Ha aprovechado un instante de libertad para tocar un fragmento de Mompou.
          Joan cabeceaba mucho, como sopesando pensamientos graves, sin duda relacionados conmigo, con Luisa, con Toni. No sufre por mí, sufre por su sentido de la dignidad adulta puesta a prueba por la crudeza de la escena.
          -¿A dónde se han ido esos dos?
          Era una pregunta lógica en Irene.
          -A follar.
          -Por Dios, Ventura, no seas desagradable.
          Se había puesto en pie Mercè y le temblaba la barbilla.
          -Vamos, vamos. Tranquilos. Todo el mundo tranquilo. No pasa nada.
          Trataba Schubert de sentarla, pero la mujer recogía sus cosas. El cabeceo de Joan era cada vez más grave. En vano lanzaba a su mujer mudas recomendaciones de contención. Mercè estaba a punto de llorar. Por mí. Va a llorar por mí. Y, para evitarlo, Ventura se puso en pie como un borracho tambaleante y sintió como si la sangre se le cayera hasta los pies y le trabara los pasos que le separaban de la mesa. Pero consiguió despegarse y avanzó en dirección a la barra, donde le esperaba una bombilla roja obsesiva y el perfil vaciado de la cara de un camarero, como si fuera una luna en cuarto menguante.
          -Lo que quiera.
          -A mí me da igual.
          -Pues un whisky.
          Y se acodó dando la espalda al mostrador y la cara al ámbito de la fiesta entusiasmada con Alejandra la Magna cantando el último éxito de María Jiménez. Le fue posible aislar al pianista como una figurilla distinguida por el reflector de los ojos de Ventura, más frágil si cabía por la destrucción de la luz, como abrumado bajo su fuego, más blanca la piel anciana, más descarnado el esqueleto soldado al piano, en el rostro el desprecio más radical hacia las emociones, un desprecio de Buster Keaton con la propia esquela de defunción en el bolsillo. Aquel cuatro humano irregular terminaba en dos pedacitos de pantorrilla blanca y dos calcetines marrones y dos zapatos carbonizados por el betún excesivo. En su hieratismo había una declaración de incomunicación hacia lo que sus manos arrancaban del piano. Tal vez sea un prodigio de la imagen, como el actor de El rostro de Bergman, el continente de la trascendencia y la angustia al servicio de ningún contenido. Tal vez sea un mal pianista amateur que trabaja por un plato caliente y para pagarse los recibos mensuales del seguro de entierro. A Alejandra la Magna le bastaba ponerse de perfil para tapar la totalidad del hombrecillo soldado a su taburete y su piano. A Ventura le molestaba todo lo que le separaba del viejo.
          -¿Cómo se llama el pianista?
          El camarero se encogió de hombros.
          -¿Lo sabe su compañero?
          -Don Alberto -dijo el otro camarero sin perder el punto de apoyo de la botella de whisky que vaciaba en uno de los vasos abandonados a su suerte en el mostrador.
          -¿Qué más?
          -Rosell. Alberto Rosell.
          -¿Hace mucho que toca aquí?
          -Mi compañero y yo somos nuevos. Cuando entramos a trabajar, él ya estaba.




          -Mira. El pianista.
          Se habían encendido las luces generales. Los travestís concedían una tregua al respetable público para que bailara a su ritmo, despreocupado de la menor tensión artística del espectáculo, y el pianista había puesto en pie su encogida estatura, repasaba las partituras que le esperaban y buscaba la escalerilla del escenario para descender con la dignidad con que algunos viejos disfrazan la rigidez de sus articulaciones. Le reían los ojos al pianista tras las lentes acuosas cuando se asomó a la barra para recibir el cortado que el camarero ya le había preparado. Se quedó desconcertado cuando Schubert le dijo en voz alta:
          -Muy bien. Muy bien. Bravo.
          Había en los ojos milenarios del pianista la duda por tanto entusiasmo inútil. No asumía el aplauso de Schubert en retirada y Ventura contempló el retorno del viejo a la propuesta del vaso. Bebió el contenido con fruición, como si fuera un plasma indispensable de vida, como si cada sorbo le fuera a parar a un centro predeterminado del cuerpo. Ventura dio la espalda al local y se quedó frente al mostrador, más cerca de la posición del pianista, forzando a que la Marga y la Tempranica se apartaran para proseguir la conversación de agravios que llevaban encima como un sarro profesional. No se atrevía a mirar francamente al músico, como si algo inconfesable hubiera en su interés. Muy bonito lo de Mompou. Él contestaría: ¿Se ha dado cuenta? Y a partir de ahí empezaría a desvelar el posible misterio. Carraspeó. Bebió otro trago y fue la voz de la Magna la que estableció la relación:
          -Alberto, chico. ¿Que tenías a estos amigos entusiasmados.
          Para adelantarse a la alcahuetería de la Magna, Ventura precipitó un balbuciente:
          -Muy bonito lo de Mompou.
          Que el pianista no pareció oír. La Magna se llevó una mano al oído y le envión una consigna primero muda y después explícita:
          -Como una tapia.
          Y a Ventura le faltó valor para gritar: Muy bonito lo de Mompou. La Magna no estaba dispuesta a que se frustrara el encuentro y le gritó al viejo:
          Dice este amigo que toca usted de puta madre, don Alberto.
          -¿Ah, sí?
          Se rió brevemente el viejo enseñando su no dentadura.
          -¿Qué has dicho tú que tocaba?
          Una pieza de Mompou.
          -Dice que ha tocado usted un Mompou.
          -¿Sí? ¿Lo dice? ¿Lo he tocado?
          Sorna o travesura, o las dos cosas a la vez, el viejo examinaba a Ventura de arriba abajo.
          -¿Es usted músico?
          -No.
          -Ya.
          Le dio la espalda, se limpió los labios con una servilleta de papel y se marchó en dirección a la salida.
          -¿Se va?
          -No. Va a hacer un pis. Cada noche hace lo mismo a la misma hora. Es metódico, el pobrecillo. Tiene un reloj aquí en la cabeza que le funciona, bueno.






Fotografías, "Café Lehmitz" de Hamburgo, de Anders Petersen.
Texto, extraído de "El pianista", de Manuel Vázquez Montalbán.




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