"Sólo la historia y yo"
Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia, prima de la Reina de Inglaterra, Gran Maestre de la Cruz de San Carlos y Virreina de las provincias de Lombardovéneto acogidas por la piedad y la clemencia austriacas bajo las alas del águila bicéfala de la Casa de Habsburgo. Yo soy María Carlota Amelia Victoria, hija de Leopoldo Príncipe de Sajonia-Coburgo y Rey de Bélgica, a quien llamaban el Néstor de los Gobernantes y que me sentaba en sus piernas, acariciaba mis cabellos castaños y me decía que yo era la pequeña sílfide del Palacio de Laeken. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina, hija de María Luisa de Orleans, de Reina Santa de los ojos azules y la nariz borbona que murió de consunción y de tristeza por el exilio y la muerte de Luis Felipe, mi abuelo, que cuando todavía era Rey de Francia me llenaba el regazo de castañas y la cara de besos en los Jardines de las Tullerías. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, sobrina del Príncipe Joinville y prima del Conde de París, hermana del Duque de Barmante que fue Rey de Bélgica y conquistador del Congo y hermana del Conde de Flandes, en cuyos brazos aprendía a bailar, cuando tenía diez años, a la sombra de los espinos en flor. Yo soy Carlota Amelia, mujer de Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena, Emperador de México y Rey del Mundo, que nació en el Palacio Imperial de Schönbrunn y fue el primer descendiente de los Reyes Católicos Fernando e Isabel que cruzó el mar océano y pisó las tierras de América, y que mandó construir para mí a la orilla del Adriático un palacio blanco que miraba al mar, y otro día me llevó a México a vivir a un castillo gris que miraba al valle y a los volcanes cubiertos de nieve, y que una mañana de junio de hace muchos años murió fusilado en la ciudad de Querétaro. Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato-Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Emperatriz de México y de América: tengo ochenta y seis años de edad y sesenta de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma.
Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias de Imperio. Vino, cargado de recuerdos y de sueños, en una carabela cuyas velas hinchó una sola bocanada de viento luminoso preñado de papagayos. Me trajo un puñado de arena de la Isla de Sacrificios, unos guantes de piel de venado y un enorme barril de maderas preciosas rebosante de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida hasta que mi piel de princesa borbona, hasta que mi piel de loca octogenaria, hasta que mi piel blanca de encaje de Alenzón y de Bruselas, mi piel nevada como las magnolias de los Jardines de Miramar, hasta que mi piel, Maximiliano, mi piel quebrada por los siglos y las tempestades y los desmoronamientos de las dinastías, mi piel blanca de ángel de Memling y de novia del Béguinage se caiga a pedazos y una nueva piel oscura y perfumada, oscura como el cacao de Soconusco y perfumada como la vainilla de Paplanta, me cubra entera, Maximiliano, desde mi frente oscura hasta la punta de mis pies descalzos y perfumados de india mexicana, de virgen morena, de Emperatriz de América.
El mensajero me trajo también, querido Max, un relicario con algunas hebras de la barba rubia que llovía sobre tu pecho condecorado con el Águila Azteca y que aleteaba como una inmensa mariposa de alas doradas, cuando a caballo y al galope y con tu traje de charro y tu sombrero incrustado con arabescos de plata esterlina recorrías los llanos de Apam entre nubes de gloria y de polvo. Me han dicho que esos bárbaros, Maximiliano, cuando tu cuerpo estaba caliente todavía, cuando apenas acababan de hacer tu máscara mortuoria con yeso de París, esos salvajes te arrancaron la barba y el pelo para vender los mechones por unas cuantas piastras. Quién iba a imaginar, Maximiliano, que te iba a suceder lo mismo que a tu padre, si es que de verdad lo fue el infeliz del Duque Reichstadt a quien nada ni nadie pudo salvar de la muerte temprana, ni los baños muriáticos ni la leche de burra ni el amor de tu madre la Archiduquesa Sofía, y al que apenas unos minutos después de haber muerto en el mismo palacio de Schönbrunn donde acababas de nacer, le habían trasquilado todos sus bucles rubios para guardarlos en relicarios: pero de lo que sí se salvó él, y tú no, Maximiliano, fue de que le cortaran en pedazos el corazón para vender las piltrafas por unos cuantos reales. Me lo dijo el mensajero. Al mensajero se lo contó Tüdös, el fiel cocinero húngaro que te acompañó hasta el patíbulo y sofocó el fuego que prendió en tu chaleco el tiro de gracia, y me entregó, el mensajero, y de parte de Príncipe y la Princesa Salm Salm, un estuche de cedro donde había una caja de zinc donde había una caja de palo de rosa donde había, Maximiliano, un pedazo de tu corazón y la bala que acabó con tu vida y con tu Imperio en el Cerro de las Campanas. Tengo aquí esta caja agarrada con las dos manos todo el día para que nadie, nunca, me la arrebate. Mis damas de compañía me dan de comer en la boca, porque yo no la suelto. La Condesa d'Hulst me da de beber leche en los labios, como si fuera yo todavía el pequeño ángel de mi padre Leopoldo, la pequeña bonapartista de los cabellos castaños, porque yo no te olvido.
( ...) ¿Quién vio, quién recuerda lo feo que era Benito Juárez, lo valiente que fueron los soldados franceses triunfadores de Magenta y Solferino, quién, dime, recuerda la verdes que eran los ojos del traidor López? Sólo la historia y yo, Maximiliano.
Yo que recuerdo al Coronel López bello como un ángel de la luz que cabalgaba a mi lado en el camino a Córdoba y me ofrecía ramos de orquídeas. La historia que vio como asesinaron al Rey Alejandro y la Reina Draga de Serbia, y cómo le quemaron el pecho con agua hirviendo a Benito Juárez, y cómo se incendió la Biblioteca de Lovaina y yo, Maximiliano, que desde las ventanas del Castillo de Bochout vi arder los fuertes de Amberes, y vi como asesinaron en Madrid al General Prim y cómo murió Bazaine en el destierro y la miseria, y cómo Bismarck proclamó el Imperio Alemán en el Salón de los Espejos de Versalles, y cómo el Príncipe Imperial Luis Napoleón tenía la cara devorada por los chacales, y cómo se le salía un ojo a María Vetsera la amante de tu sobrino Rodolfo y cómo el Palacio de Buena Vista se transformó en una fábrica de cigarrillos y cómo, Maximiliano, tu fiel cocinero Tüdös y tu valet Grill humedecieron sus pañuelos con tu sangre en el patíbulo del Cerro de las Campanas, yo, Maximiliano, María Carlota Amelia de Bélgica, Condesa de Maracaibo, Archiduquesa del gran Sertäo, Princesa de Mapimí, yo que probé piñas en lata, que viajé en el Expreso de Oriente, que hablé por teléfono con Rasputín, que bailé foxtrot, que vi a un gringo robarse la cabeza de Pancho Villa, y el ataúd de Eugenia cruzar París coronado de violetas, yo que con mi aliento escribí tu nombre en los jarrones de pórfido de la escalinata de Miramar, yo que en los cenotes sagrados de Yucatán donde sacrificaban a las princesa vírgenes contemplé tu rostro muerto, yo, Maximiliano, que cada noche de cada año de los sesenta que he vivido en la soledad y el silencio te he adorado en secreto, yo que en las sábanas y en los pañuelos y en las cortinas y en los manteles me paso la vida, Maximiliano, me la he pasado bordando tus iniciales, Maximiliano Primero Emperador de México y Rey del Mundo, en las servilletas y en tu sudario, en las rosas de la almohada y en la piel de mis labios, yo que desde la cumbre de las montañas de Acultzingo allí donde el aire enrarecido ilumina las constelaciones y agiganta las estrellas te señalé la curvatura del cielo y te dije que allí, en el Navío y en la Cruz del Sur, y en Arcturus y en el Centauro, allí donde estaba escrito el destino de los más grandes de todos tus ancestros, el de Carlomagno el fundador del Sacro Imperio Romano, el de Rodolfo de Habsburgo que cruzó con un ejército el Danubio en un puente hecho con botes, el de Alberto Segundo Príncipe de la Paz, el de Carlos Quinto en cuyo reino nunca se ponía el sol, el de Maximiliano Primero y el de María Teresa de Austria y el de Felipe Segundo triunfador de la Batalla de San Quintín y azote de los moros y el de Leopoldo Primero salvador de Europa y vencedor del Gran Visir Kara Mustafá y el de José Segundo el rebelde vestido de púrpura del que aprendiste a amar la libertad de tus súbditos, allí también, te dije, estaba escrito el destino de un hombre que sería más grande de lo que fueron todos ellos y que ese hombre se llamaba Maximiliano Primero Emperador de México. ¿Quién, dime, quién que está vivo lo recuerda, quién sino yo, que hace sesenta años te dije adiós a la sombra de los naranjos perfumados de Ayotla y te dejé para siempre solo, montado en tu caballo Orispelo y vestido de charro y con tu catalejo de almirante de la flota austriaca, y quién sino la historia, que te dejó tirado y desangrándote en el Cerro de las Campanas con el chaleco en llamas y te dejó colgado de los pies de la cúpula de la Capilla de San Andrés para que se te salieran los líquidos con los que te habían embalsamado y embalsamarte de nuevo a ver si así tu piel, Maximiliano, dejaba de ponerse cada vez más negra, como se puso, y tu carne de momia hinchada, pobre Max adorado, dejaba de ponerse cada vez más hedionda, como se puso? Sólo la historia y yo, Maximiliano, que estamos vivas y locas. Pero a mí se me está acabando la vida.
Fotografías bajadas de la red.
Texto, extraído de "Noticias del Imperio", de Fernando del Paso.
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