Laia Abril
Barcelona, 1986
Fotografía bajada de la red. |
"Thinspiration"
Tiembla, helada, nunca ha tenido tanto frío, se muere de ganas de orinar, se ahoga, no sabe que ahora no está dormida, no sabe dónde está, quién es, qué le impide respirar, qué mordaza la asfixia, quiere abrir la boca y no puede, no puede abrirla más, tiene desencajadas las mandíbulas pero no lo sabe, quiere aspirar el aire por la nariz y apenas lo consigue, un solo hilo afilado como una aguja, un hilo de aire y de hielo, se ahoga, quiere mover las manos y tampoco puede, no las siente, no recuerda dónde están, sueña que yace tirada y desnuda en la intemperie helada de una noche de invierno y que si no aprieta muy fuerte va a orinarse, tirita, tiembla tanto que sufre convulsiones y algo muy húmedo le roza la espalda, algo húmedo y áspero, que pincha, como las agujas del frío, como la aguja de aire o de hielo que entra a los pulmones, para contener la tiritera quiere apretar los dientes pero no lo consigue, es imposible cerrar la boca, tan imposible casi como respirar, si no fuera por ese hilo mínimo de aire que a cada instante parece quebrarse y dejarla definitivamente amordazada. Ha estado soñando que se ahogaba, que se quedaba helada y desnuda sobre una lámina de hielo, ha soñado una cara y una mano que se agigantaba acercándose abierta a la suya y tapaba la cara y le hundía algo en la boca, una cara y más arriba copas de árboles y todavía más arriba y más lejos la luna, y por un instante la cara y la luna eran la misma cosa y ella se hundía hacia abajo y la cara y la luna eran el círculo cada vez más diminuto del brocal de un pozo por el que ella caía, flotando, sin peso, sin respiración ni movimiento, helada, sin nombre, sin ningún recuerdo, sin manos ni pies, orinándose desfallecidamente como un niño dormido mientras sueña que orina, y luego la humedad cada vez más fría, la cama destapada, la parálisis de los brazos y las manos dormidos que no saben obedecer a la voluntad y no cubren el cuerpo frío, el cuerpo pálido, azulado y congelado, que ella ve como si fuera de otra persona o como si lo soñara: no sabe que esa figura tirada bajo las sombras lunares y exactas de los árboles es ella misma y que ya no está del todo soñando, que lo que muerde y empapa en saliva, en babas y en sangre es el tejido de algodón que está ahogándola, le ha invadido la garganta, se le introduce por las fosas nasales, y a cada tentativa de respiración se le hunde más aún, dedos anchos y fuertes empujando, recuerda de pronto, ve, en un fogonazo de clarividencia y de pánico que se extingue enseguida, dedos hincándose y hundiéndose y traspasando una materia blanda que es su propia carne, que empieza a reconocer ahora gracias a la certidumbre del dolor, la herida horrenda que traspasa y oscurece la conciencia, la apaga del todo, a pesar de la luna, de la luz invariable que ahora va permitiéndole ver ramas altas de árboles, una copa vertiginosamente lejana que se inclina y oscila y sobre la cual está el círculo blanco que antes era el brocal de un pozo y una cara que se inclinaba para mirarla, de nuevo como un fogonazo de recuerdo que no llega a cumplirse y que la sume otra vez en el pánico de los sueños, en la parálisis del frío y la desesperación de la falta de aire. Vuelve la oscuridad, como en una habitación en la que ha sido derribada una lámpara, pero es ella quien ha cerrado los ojos, apretando los párpados con tanta fuerza que le duelen las cuencas, y con los ojos cerrados el frío es más intenso, y también la asfixia y la urgencia de orinar: ahora sabe al menos que puede abrir y cerrar los ojos, vuelve la cara y algo le raspa y le humedece las mejillas y huele profundamente a tierra, a hojas empapadas y a barro, ve una sombra alta y vertical y se estremece viendo en ella una sombra humana, zapatos embarrados y más arriba pantalones vaqueros y una cosa horrenda y pálida que cuelga igual que una piltrafa de carne y más arriba la cara blanca, la cara redonda de la luna que se inclinaba sobre ella agrandándose y deformada como en un espejo cóncavo, los ojos tan fijos que ella no puede mirar, aunque cierre los suyos los sigue viendo, aunque se encoja y se esconda uno y apriete los puños y los párpados para salir de una pesadilla no logra interrumpirla. Pero no está la cara, abre los ojos y ha desaparecido, se ha esforzado en quebrar el sueño y ha emergido de él a tiempo de no ser aniquilada en medio de una pesadilla, y lo que ve no es una figura humana, sino el tronco de un árbol, y la cara en lo más alto es la luna. Ahora oye algo, una respiración muy próxima, de algo o alguien que se arrastra y se ahoga, la ahoga a ella, aplasta sus pulmones, va a quebrarle el esternón y las costillas, le ciega la boca y la garganta, va a romper el hilo de aire y de hielo que la mantiene viva, algo que roza y araña poco a poco y va cobrando una lenta movilidad, va despertando de una densa parálisis de congelación y de sueño, de somnolencia idéntica a la muerte y que desemboca en ella como un río nocturno en la oscuridad inmensa del mar: es una mano que palpa tierra húmeda, que se va deslizando con una lentitud de babosa o de oruga y se aproxima a su cara y a sus ojos abiertos y es su propia mano, pero todavía no la obedece, la mira y le pide que los dedos se curven y los dedos permanecen inmóviles, paralizados de frío, la mano curvada se cierne sobre su cara y ya es otra más grande y tiene las uñas de filos rotos y negros, ha de cerrar lo ojos, para que la pesadilla no vuelva, los ojos apretados y el cuerpo entero encogido en un dormitorio en sombras, pero no tiene dónde esconderse ni con que cubrirse, ni siquiera se puede volver de lado contra la pared y juntar las rodillas contra el pecho y abrigarse en las mantas, ahora comprende que está desnuda, que no yace en una cama sino en la tierra húmeda de una ladera, que no hay nada con lo que pueda taparse: quiere moverse y los brazos y las piernas no le responden y los dedos de su mano permanecen congelados, quiere respirar y según lo intenta se ahoga más, quiere gritar y no puede, amordazada, ahogada, muerta ya tal vez y soñando su muerte, quiere acordarse de algo y el recuerdo es tan imposible como el movimiento o el grito. Pero no se rinde, animada por la misma obstinación de quien se resiste a abandonarse de todo al horror de un mal sueño, tirita sin que le entrechoquen los dientes porque tiene las mandíbulas tan separadas que el dolor es insoportable, aunque no más que el que le traspasa el vientre, nota las convulsiones del frío y ya no puede resistir más y se orina interminablemente y sin que se le sacien las ganas de seguir orinando, y ahora nota un calor muy intenso en las ingles, que enseguida se vuelve frío y humedad helada y escozor sin consuelo, pero es el escozor y el frío lo que la despierta un poco más, el dolor revivido y la tiritera que anima la circulación de la sangre con el ciego empeño orgánico de seguir latiendo y viviendo y permite que los dedos se cierren del todo y vuelvan a abrirse y se acerquen lentamente a la cara y apresen algo, enganchen una punta de tejido empapado en saliva y en vaho, sin fuerza aún, sin más determinación o propósito que los del instinto, las puntas de los dedos logran cerrarse en torno a esa cosa mojada y tiran hacia afuera y ella se da cuenta de que la mordaza que le invade la garganta y la nariz y la boca puede ser arrancada, y que la respiración que oía tan cercana era la suya, tan próxima a la asfixia: pero los dedos no saben o no pueden, se aflojan, las uñas pierden la punta del tejido, la desesperación de no respirar le aplasta otra vez las costillas y los pulmones, como si alguien se arrodillara encima de ella: lo ve ahora, en otra iluminación de recuerdo o de sueño, las dos rodillas hincadas en su pecho y el tórax a punto de quebrarse como un seco cascarón, las rodillas apretando y hundiendo y ella siendo aplastada y hundida y con la boca muy abierta y sin poder respirar, pero cuando ya iba a perder de nuevo el conocimiento y tal vez a ser tragada por la amnesia o la inconsciencia o la muerte los dedos de la mano reviven y tantean sobre la cara y la uñas encuentran el borde de algo y tiran y la mordaza o la tela o la gasa que la ahogaba va saliendo poco a poco, dejando libre primero el interior de la boca y la lengua torcida y luego la garganta y las fosas nasales, ahora sí que puede respirar, se atraganta golosamente de aire, tose, se embriaga de aire helado y húmedo, de olor a tierra y vegetación, a cortezas de pinos empapadas en agua, se oye respirar y siente las costillas que ascienden y bajan y no puede tragar el aire demasiado hondamente porque el dolor en los pulmones y en el esternón es tan insoportable como el que le atraviesa el vientre, como la corrosión de ácido que la orina ha provocado en su carne abierta y desangrada. Traga saliva y el sabor de la sangre en el estómago le da arcadas de vómito, se vuelca hacia un lado y rueda unos pasos sobre la tierra, hacia abajo, hacia una oscuridad a la que no llega la luna: boca abajo ahora, la boca abierta, la lengua torcida pinchándose con agujas de pinos y mezclando el sabor de la tierra con el de la sangre, apoya las dos manos a los lados del cuerpo y logra alzarse un poco, y entonces escucha algo y tarda interminablemente en descubrir o recordar lo que es, las campanadas de un reloj, del reloj de una torre, piensa, un reloj grande y amarillo brillando en la noche tan inaccesible e indiferente como la luna llena mientras ella camina empujada y apresada por alguien y los coches y las caras de la gente pertenecen a un sueño todavía no de terror, sino de hipnotizada extrañeza, de parálisis de la voluntad y de la voz, aunque no de las piernas, que se movían obedeciendo, no sostenidas por la fragilidad de las rodillas, sino por el empuje de la mano en el hombro, en la nuca, de las uñas clavándose debajo del pelo. Oye las campanadas, quiere contarlas y no puede, cada una parece la última y vuelve a sonar otra, y ese sonido le ha devuelto su memoria o su visión de la ciudad, aunque todavía no recuerda quién es ella, ni tiene siquiera conciencia de una identidad, escucha las campanadas del reloj de la torre y ve las calles deslazándose en su imaginación como si se sucedieran en una película que nadie está mirando: apoya las palmas de las manos, las rodillas, el vientre, el pecho aplastado contra la tierra, los arañazos en toda la piel como roces de uñas, se incorpora, pero no tiene fuerza en los brazos, vuelve a derrumbarse, las agujas de los pinos le arañan los labios y los párpados, adelanta una mano, buscando en torno a ella, arrastra el cuerpo entero hacia arriba, primero un codo y luego otro y después las rodillas, desolladas, escociendo casi tanto como las ingles, respira más fuerte, la lengua todavía torcida, entre los labios, ahora son las dos manos las que han logrado sujetarse al tronco ancho y cuarteado, avanza un poco más, centímetro a centímetro, y logra arrodillarse, se detiene, para recobrar el aliento, la cabeza hundida entre los hombros, se va a morir de frío, ve un poco más arriba el final del terraplén, tan cerca y a la vez tan lejos como la copa remota del árbol y como la luna o el reloj amarillo, extiende la mano y es como intentar asirse desde el agua a un filo resbaladizo de azulejos o de roca. Pero no va a rendirse nunca, no va a dejarse morir ni tragar por una pesadilla que aún no sabe que ha sido verdad, porque no sabe quién es ni dónde está ni qué le ha ocurrido y sólo tiene visiones rotas de mal sueño y espanto y sensaciones primitivas de frío y de dolor y asfixia, y el impulso que la lleva a alzarse poco a poco del suelo y a tragar ávidamente el aire es tan impersonal y tan ajeno a la voluntad como la fuerza que empuja hacia arriba desde las raíces la savia de los árboles. Se va incorporando con las rodillas y las palmas de la manos en la tierra con una consciencia tan exclusivamente física como la de un animal aletargado o herido, y es el mismo instinto el que la hace encontrar una camisa que estaba tirada cerca de ella y que no sabe que era suya y ponérsela de cualquier manera y ascender a gatas por el terraplén hasta llegar a un espacio llano en el que las palmas de las manos y las rodillas no encuentran barro y agujas de pinos, sino aristas de grava y de cristales rotos. Jadea, todavía en una postura primitiva de animalidad asustada, se apoya en algo y logra ponerse en pie, y lo que ha tocado no es ahora un tronco áspero, sino una superficie lisa y fría, el hierro de una farola rota. Se le clavan las piedras y los cristales en las plantas de los pies pero no siente nada, ve sombras de árboles y de setos y más allá luces débiles sobre casas encaladas, y un valle profundo y azul, anegado de niebla y de claridad lunar. Da unos pasos, se marea, tiritando, las piernas tan flojas que si no se empeña en permanecer en pie caerá otra vez sobre la tierra, una cosa líquida y fría chorreándole entre los muslos, y entonces cree que ha oido algo a su espalda y se vuelve y la sombra de un árbol es durante un segundo una sombra masculina con la cara muy pálida. Quiere correr y no puede, escucha una voz muy suave que la llama o la insulta usando palabras atroces que ella no sabía que existieran, da un paso y luego otro y los cristales se le clavan en la planta de sus pies y ella no siente el dolor porque es mucho más intenso el que le atraviesa el vientre como un garfio, no quiere volverse para no ver la sombra, la cara pálida y muerta, la claridad del valle con una hondura de niebla y un fondo azul marino de montañas coronadas de nieve que se parece a esos valles de los sueños donde habitan los muertos. No puede correr pero sueña que corre, está corriendo ya y le parece que no ha logrado todavía moverse, corre hacia el final de la oscuridad y escucha el roce de sus pies y la urgencia afanosa de su respiración. El viento le echa el pelo hacia atrás y le abre la camisa, sueña o imagina que corre al mismo tiempo que se aleja del valle y de la luna y de las sombras de los árboles y va llegando ahora a un lugar donde no hay grava ni cristales, sino asfalto, y donde ya no alumbra la luna, sino unas farolas muy altas e inclinadas, corre casi desnuda por una calle larga y vacía en la que están cerradas todas las puertas y apagadas las luces de todas las ventanas, y como es igual que si corriera en un sueño no avanza ni se cansa nunca y no sabe quién está viendo las cosas que ella ve ni a quién le sucede lo que vive: corre con la boca abierta, con la lengua torcida, con una cosa líquida bajando por sus muslos como baja la saliva por su barbilla, corre por el centro de una calle en la que no hay más luces que las de las farolas y en la que ha desaparecido todo indicio de presencia humana, ve a lo lejos, arriba, más luces y una torre, y en la torre una esfera amarilla que no es la luna ni una cara, tiene que llegar y no puede, tal vez está soñando y en realidad no se ha movido del terraplén y está quedándose congelada y muerta, tropieza con algo, el filo de una acera le ha hecho un daño intolerable en los dedos de un pie, tropieza y cae entre dos coches y no llega a tiempo de adelantar las manos y su cara golpea contra las losas, pero vuelve a levantarse, otra vez a cuatro patas, jadeando y con la cabeza hundida entre los hombros, humana y animal, aterrada, sobrevivida, una figura despeinada y desnuda y con la cara sucia de barro y de sangre tambaleándose en la normalidad sonámbula de la calle vacía y los coches aparcados, se apoya en uno, en la chapa helada, respira fuerte y se quita el pelo de la cara y otra vez corre y ya no está soñando, ve otras luces, una estatua alta y oscura entre los árboles, la torre y el reloj amarillo igual de inaccesible, pero ahora escucha voces y no sabe que la llaman a ella, corre y cae al suelo derribada por un vértigo de desfallecimiento y siente casi en la inconsciencia que la rodean y le hablan, que la alzan del suelo, la cubren, la llevan a alguna parte, la hacen tenderse y todo está caliente, y las voces que oye están al mismo tiempo a su lado y suenan con una lejanía de transmisiones de radio. Una mano caliente, áspera, cuidadosa, le roza la cara, algo muy caliente la cubre por fin, la abriga, la envuelve, alguien repite muy cerca de su oído una palabra y ella no sabe todavía que ha vuelto a la vida y están diciéndole su nombre.
Fotografías, de la serie "Thinspiration" de Laia Abril.
Texto, extraído de "Plenilunio", de Antonio Muñoz Molina.
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